por el Dr. Antonio Caponetto
Tomado del blog de Cabildo
i hemos de creer en el valor que tienen los símbolos para la vida política, tres hechos se nos presentan como tales, y han ocurrido en los últimos meses.
El primero fue el arribo formal de la Internacional Socialista, cuando llegaba en junio a su última semana. El Gobierno le dio la bienvenida, el Canciller señaló a los “puntos de encuentro”, la oposición exhibió su impúdico connubio, los principales candidatos se arrimaron para la foto, y quienes siquiera por tardanza o por dudas quedaron afuera, no creyeron oportuno hacer oír su voz de protesta ante una entidad sobre cuyas espaldas pesan no pocos crímenes y malandanzas varias. La unanimidad aprobatoria fue la consigna, por no hablar de la moral del rebaño, como quería el filósofo de Turingia.
Julio trajo su día 4 y el consabido festejo de la “Independencia”; que fue en el Sheraton, claro, con la asistencia en masa de los mismos que ayer nomás, mesaban nostálgicamente las barbas virtuales o reales de cuanto rojo deambulara a su alcance. Y otra vez, como en “Fuenteovejuna”, mas sin su honra, “gritaron todos a una”, su adhesión monocorde y canalla. La partidocracia en pleno se comportó aquella jornada como una dócil y complaciente pasante de Clinton. Washington y Moscú volvían a ser los polos de nuestro equidistante sometimiento.
Y ya en agosto, y he aquí el tercer símbolo al que aludíamos antes, elencos oficiales, oficiosos y facciosos, desfilaron por turnos ante los examinadores de Wall Street, jurando pagar la deuda externa o morir, según reza el inglorioso estribillo hímnico de los crápulas nativos. Después vendría la nueva rendición en Malvinas, aceptando sin protestar los unos o protestando con aceptación los otros, las reglas impuestas desde las nieblas londinenses. Como se ve, en materia de sujeción a los personeros del Nuevo Orden y de servilismo a sus planes, rige la indiscriminación irrestricta y la aquiescencia generalizada.
A esto llamamos “Régimen”. A esta sucesión de personajes, de gestiones, de partidos, de turnos gubernamentales, de conductas públicas, de administraciones políticas, cuyo común denominador es la sistemática acción antinacional; su legitimidad la democracia, de iure o de facto, de civil o uniformada; su cosmovisión la populista; su soporte la usura; su garantía el endeudamiento y la expoliación consentida; su ética la antinaturaleza; su objetivo la extinción de la Fe y de la Nación.
Régimen que ahora proclaman Modelo, abusando de la semántica y de la paciencia. Modelo de diplomacia vasalla, de economía dependiente, de educación pervertida, de justicia sodomizada, de leyes descristianizantes, de resarcimiento material y espiritual a los subversivos, de costumbres amorales, de ejércitos desmantelados, de inseguridad dominante, de vergonzosa e inicua frivolización de la clase dirigente.
A tal Régimen se necesita vencer, para que la Argentina resucite, para que la “hiedra deje de sofocar a la encina”, y el cerrojo que atenaza el cuerpo y el alma de esta tierra doliente se convierta en el hierro con que forjar el asta de un estandarte soberano. Victoria difícil, que no se resuelve en la ficción de las urnas, ni en el sofisma de la soberanía del pueblo, ni en las estrategias de socorristas ineptos, ni en ninguno de los mecanismos que el sistema ofrece para asegurar su supervivencia. Victoria que exige la reacción combativa del argentino sano. Del que es naturalmente nacionalista, porque ama a la tierra con razones y pasiones bienhabidas. Del que no ha renegado de su bautismo ni ha ofendido al Orden Natural. Del que ejercita la decencia antigua de llamar a las cosas por sus nombres. Del que cultiva el decoro del trabajo, del hogar, de la profesión, del oficio, de la tradición y de los sueños. De ese argentino que se siente avergonzado cuando el país es reconocido por sus miserias y sus rufianes, y se enorgullece cuando le mencionan las gestas de los héroes australes.
A ese argentino queremos ofrecerle nuestros propios símbolos. No más que dos tenemos; no más se necesitan. La Cruz y la Bandera. La que fundó la estirpe, y desde hace dos mil años abraza a los cuatro rumbos, redimiéndolos. La que flameó sin dobleces, limpiando el aire con sus bríos.
Cruz y Bandera. Porque con ellas, tuvo la patria su historia y su triunfo. Porque con ellas, la gloria nacional tendrá mañana.
El primero fue el arribo formal de la Internacional Socialista, cuando llegaba en junio a su última semana. El Gobierno le dio la bienvenida, el Canciller señaló a los “puntos de encuentro”, la oposición exhibió su impúdico connubio, los principales candidatos se arrimaron para la foto, y quienes siquiera por tardanza o por dudas quedaron afuera, no creyeron oportuno hacer oír su voz de protesta ante una entidad sobre cuyas espaldas pesan no pocos crímenes y malandanzas varias. La unanimidad aprobatoria fue la consigna, por no hablar de la moral del rebaño, como quería el filósofo de Turingia.
Julio trajo su día 4 y el consabido festejo de la “Independencia”; que fue en el Sheraton, claro, con la asistencia en masa de los mismos que ayer nomás, mesaban nostálgicamente las barbas virtuales o reales de cuanto rojo deambulara a su alcance. Y otra vez, como en “Fuenteovejuna”, mas sin su honra, “gritaron todos a una”, su adhesión monocorde y canalla. La partidocracia en pleno se comportó aquella jornada como una dócil y complaciente pasante de Clinton. Washington y Moscú volvían a ser los polos de nuestro equidistante sometimiento.
Y ya en agosto, y he aquí el tercer símbolo al que aludíamos antes, elencos oficiales, oficiosos y facciosos, desfilaron por turnos ante los examinadores de Wall Street, jurando pagar la deuda externa o morir, según reza el inglorioso estribillo hímnico de los crápulas nativos. Después vendría la nueva rendición en Malvinas, aceptando sin protestar los unos o protestando con aceptación los otros, las reglas impuestas desde las nieblas londinenses. Como se ve, en materia de sujeción a los personeros del Nuevo Orden y de servilismo a sus planes, rige la indiscriminación irrestricta y la aquiescencia generalizada.
A esto llamamos “Régimen”. A esta sucesión de personajes, de gestiones, de partidos, de turnos gubernamentales, de conductas públicas, de administraciones políticas, cuyo común denominador es la sistemática acción antinacional; su legitimidad la democracia, de iure o de facto, de civil o uniformada; su cosmovisión la populista; su soporte la usura; su garantía el endeudamiento y la expoliación consentida; su ética la antinaturaleza; su objetivo la extinción de la Fe y de la Nación.
Régimen que ahora proclaman Modelo, abusando de la semántica y de la paciencia. Modelo de diplomacia vasalla, de economía dependiente, de educación pervertida, de justicia sodomizada, de leyes descristianizantes, de resarcimiento material y espiritual a los subversivos, de costumbres amorales, de ejércitos desmantelados, de inseguridad dominante, de vergonzosa e inicua frivolización de la clase dirigente.
A tal Régimen se necesita vencer, para que la Argentina resucite, para que la “hiedra deje de sofocar a la encina”, y el cerrojo que atenaza el cuerpo y el alma de esta tierra doliente se convierta en el hierro con que forjar el asta de un estandarte soberano. Victoria difícil, que no se resuelve en la ficción de las urnas, ni en el sofisma de la soberanía del pueblo, ni en las estrategias de socorristas ineptos, ni en ninguno de los mecanismos que el sistema ofrece para asegurar su supervivencia. Victoria que exige la reacción combativa del argentino sano. Del que es naturalmente nacionalista, porque ama a la tierra con razones y pasiones bienhabidas. Del que no ha renegado de su bautismo ni ha ofendido al Orden Natural. Del que ejercita la decencia antigua de llamar a las cosas por sus nombres. Del que cultiva el decoro del trabajo, del hogar, de la profesión, del oficio, de la tradición y de los sueños. De ese argentino que se siente avergonzado cuando el país es reconocido por sus miserias y sus rufianes, y se enorgullece cuando le mencionan las gestas de los héroes australes.
A ese argentino queremos ofrecerle nuestros propios símbolos. No más que dos tenemos; no más se necesitan. La Cruz y la Bandera. La que fundó la estirpe, y desde hace dos mil años abraza a los cuatro rumbos, redimiéndolos. La que flameó sin dobleces, limpiando el aire con sus bríos.
Cruz y Bandera. Porque con ellas, tuvo la patria su historia y su triunfo. Porque con ellas, la gloria nacional tendrá mañana.
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