anta Agueda, una de las vírgenes y mártires cristianas más populares de la antigüedad, aparece ante nosotros con una aureola de heroísmo y de santidad tan atrayente, que no es extraño haya dado motivo a las más felices leyendas que ha ido agrupando a su alrededor durante siglos la devoción siempre creciente de los fieles. Las Actas de su martirio, como lo demuestra el crítico francés P. Allard, no responden siempre a una veracidad histórica. Con todo, en ellas encontramos los pasos principales, confirmados también por otros testimonios, de la vida y martirio de la noble virgen siciliana.
Nacida en Catania o en Palermo hacia el año 230, de nobles y ricos padres, dedica su juventud al servicio del Señor, a quien no duda en ofrecer no ya sólo su vida, sino también su virginidad y las gracias con que profusamente se veía adornada. Agueda, como, Cecilia, Inés, Catalina..., prefiere seguir el camino de las vírgenes, dando de lado las instituciones y promesas que pudieran ofrecerle sus admiradores.
Le ha tocado vivir, por otra parte, en tiempos de persecución, y más ahora, cuando en el trono de Roma se sienta un príncipe ladino, Decio, que pretende deshacer en sus mismas raíces toda la semilla de los cristianos, harto extendida ya en aquel entonces por todos los ámbitos del Imperio. Decio, "execrable animal", como le llama Lactancio, comprende la inutilidad de hacer tan sólo mártires entre los cristianos, y pretende ahora organizar en manera sistemática su total exterminio. Inventa nuevos artificios Y seducciones; se ha de emplear el soborno y los halagos. Después, en caso de negarse, la opresión, el destierro, la confiscación de bienes y los tormentos. Sólo, como en último recurso, se les habia de condenar a muerte.
Por el año 250 hace que se publique un edicto general en el Imperio, por el que se citan a los tribunales, con el fin de que sacrifiquen a los dioses, a todos los cristianos de cualquier clase y condición, hombres, mujeres y niños, ricos y pobres, nobles y plebeyos. Es suficiente, para quedar libres, que arrojen unos granitos de incienso en los pebeteros que arden delante de las estatuas paganas o que participen de los manjares consagrados a los ídolos. Al que se negara, se le privaba de su condición de ciudadano, se le desposeía de todo, se le condenaba a las minas, a las trirremes, a otros tormentos más refinados y a la misma esclavitud. El intento del emperador, al decir de San Cipriano, no era el de no "hacer mártires", sino "deshacer cristianos", con todos los malos tratos posibles, pero sin el consuelo de la condenación y de la muerte. Esto se vino a hacer con nuestra santa, Agueda, que por entonces residía en Catania, donde mandaba, en nombre del emperador, el déspota Quinciano, gobernador de la isla de Sicilia.
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