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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

3 de febrero de 2009

Juan Donoso Cortés: Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo (25)








Capítulo VIII



De la encarnación del hijo de Dios y de la redención del género humano




e dos problemas dijimos que estaban por resolver para que pudiera constituirse de todo punto así el orden universal como el humano. Dios sacó el bien de la prevaricación primitiva, la cual le sirvió de ocasión para manifestar dos de sus más grandes perfecciones: su infinita justicia y su infinita misericordia. No era esto bastante, sin embargo; convenía, además, para que en las cosas de la creación, y especialmente en las humanas, hubiera aquel orden y concierto que atestiguan la presencia de Dios en todas sus obras, que el pecado mismo de la prevaricación fuera borrado de todo punto, como quiera que, cualquiera que fuese el bien que Dios sacara de él, quedando subsistente, quedaba en pie, y como desafiando a todo el divino poder, el mal por excelencia. Por otra parte, nada conviene más a la misericordia infinita de Dios sino ayudar con mano a un mismo tiempo potentísima y clementísima la invencible flaqueza del hombre, para que de tal manera se levantara sobre su miserable condición, que pudieran transformarse en instrumento de su propia salvación las consecuencias de su pecado. Borrar el pecado y fortificar al pecador hasta el punto que pudiera levantarse libre y meritoriamente estando caído, éste es el gran problema que es necesario resolver, aun después de resueltos todos los otros, si el catolicismo ha de ser otra cosa que uno de los muchos sistemas laboriosamente imperfectos que vienen dando testimonio de la profunda y radical impotencia de la razón humana.

El catolicismo resuelve estos dos grandes problemas por el más alto e inefable e incomprensible y glorioso de todos sus misterios: en ese altísimo misterio están juntas todas las divinas perfecciones. En él está Dios con su espantable omnipotencia, con su perfecta sabiduría, con su maravillosa bondad, con su terribilísima justicia, con su altísima misericordia y, sobre todo, con aquel inefable amor que domina y señorea todas sus otras perfecciones, el cual manda con imperio, a un tiempo mismo, a su misericordia ser misericordiosa, a su justicia ser justa, a su bondad ser buena, a su sabiduría ser sabia y a su omnipotencia ser omnipotente. Porque Dios no es ni omnipotencia, ni sabiduría, ni bondad, ni justicia, ni misericordia. Dios es amor, y nada más que amor; pero ese amor es de suyo omnipotente, sapientísimo, buenísimo, justísimo y misericordiosísimo.

El amor fue el que mandó a su misericordia dar al hombre prevaricador y caído la esperanza, con aquella divina promesa de un futuro redentor, que vendría al mundo para tomar en sí y para vencer al pecado. El amor fue el que le prometió en el paraíso, el que le envió a la tierra y el que vino: el amor fue el que tomó carne humana, y vivió vida de hombre mortal, y murió muerte de cruz, y resucitó después en su carne y en su gloria. En el amor y por el amor somos salvados todos los que somos pecadores.

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