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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

6 de febrero de 2009

El mismo día, Conmemoración de Santa Dorotea, Vírgen y Mártir





Tomado del Santoral del R.P. Juan Croisset, S.J.






anta Dorotea, virgen y mártir, tan célebre en toda la Iglesia latina, fue natural de Capadocia, de una familia distinguida por su nobleza, pero mucho más por su piedad, pues se cree que su padre y su madre habían ya merecido la dicha de derramar su sangre y dar la vida por Cristo, cuando su hija Dorotea mereció también la corona del martirio. Era tan universalmente estimada la virtud y el raro mérito de nuestra tierna doncellita en la ciudad de Cesárea, donde había na­cido, que constantemente era tenida por un milagro de prudencia, de modestia y de piedad, mirándola como ejemplo de todas las don­cellas cristianas.

Pretendiéronla muchos por esposa, movidos de su nobleza, de su discreción y de su hermosura; pero la Santa se había declarado tan manifiestamente por la virginidad, que los cristianos la llamaban la esposa de Jesucristo; y su virtud, acompañada de una virginal modestia, la hacía respetable hasta á los mismos paganos. Luego que llegó á Cesárea el gobernador Sapricio, oyó hablar mucho de las extraordinarias prendas de Dorotea, y no le dejaron de decir que ella era la que con su ejemplo y con su reputación estor­baba á los cristianos que obedeciesen los edictos de los emperadores. Con este aviso la mandó prender, y, habiéndola hecho comparecer en su tribunal, la preguntó cómo se llamaba. —Llamóme Dorotea, respondió la Santa con aquella apacibilidad y aquella modestia que inspiraba á todos veneración y respeto á su persona. —¿Por qué rehúsas adorar los dioses del imperio?, replicó el gobernador: ¿igno­ras, por ventura, los decretos imperiales?—No ignoro, respondió la Santa, lo que los emperadores han mandado; pero también sé que sólo se debe adorar al único Dios verdadero, y que ésos que vosotros llamáis dioses del imperio son unas puras quimeras transformadas en deidades por el antojo de los hombres, para autorizar los mayo­res desórdenes y pa­ra consagrar hasta las pasiones más vergonzosas. Pues juzgad vos mismo, señor, si será licito ofrecer sacrificio á los demonios, y será más puesto en ra­zón obedecer á unos hombres mortales, cuales son los empe­radores, ó al verda­dero Dios inmortal, Criador del Cielo y de la Tierra.

Quedó como cor­tado Sapricio al o ir una respuesta tan cuerda y tan no es­perada; pero, disimulando su admiración, se contentó con decirla en tono blando y cariñoso: Que si no quería te­ner la misma suer­te que sus padres, era menester obede­cer, pues no había otro medio para salvar la vida. — Yo no temo los tormentos, respondió la Santa, ni ten­go mayor ansia que dar mi vida por Aquel que me redimió á costa de la suya.—¿Y quién es Ese por quien tanto deseas morir?, replicó Sapricio.—Es Jesucristo, mi Salvador y mi Dios, respondió Doro­tea.—¿Y dónde está ese Jesucristo?, volvió á replicar el goberna­dor.— En cuanto Dios, dijo Dorotea, está en todas partes; y, en cuanto Hombre, está en el Cielo, á la diestra de Dios Padre, siendo la gloria de todos los que le sirven, y donde después de mi muerte espero poseerle por toda la eternidad. Este es aquel Paraíso delicioso, dulce estancia de los bienaventurados: ésta es aquella hermosa región donde reina una felicidad pura, eterna, inamisible. Sapricio, para ella te convida á ti mismo mi Salvador Jesucristo; pero no pue­des ser en ella admitido sin hacerte primero cristiano.

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