Tomado del Santoral del R.P. Juan Croisset, S.J.
anta Dorotea, virgen y mártir, tan célebre en toda la Iglesia latina, fue natural de Capadocia, de una familia distinguida por su nobleza, pero mucho más por su piedad, pues se cree que su padre y su madre habían ya merecido la dicha de derramar su sangre y dar la vida por Cristo, cuando su hija Dorotea mereció también la corona del martirio. Era tan universalmente estimada la virtud y el raro mérito de nuestra tierna doncellita en la ciudad de Cesárea, donde había nacido, que constantemente era tenida por un milagro de prudencia, de modestia y de piedad, mirándola como ejemplo de todas las doncellas cristianas.
Pretendiéronla muchos por esposa, movidos de su nobleza, de su discreción y de su hermosura; pero la Santa se había declarado tan manifiestamente por la virginidad, que los cristianos la llamaban la esposa de Jesucristo; y su virtud, acompañada de una virginal modestia, la hacía respetable hasta á los mismos paganos. Luego que llegó á Cesárea el gobernador Sapricio, oyó hablar mucho de las extraordinarias prendas de Dorotea, y no le dejaron de decir que ella era la que con su ejemplo y con su reputación estorbaba á los cristianos que obedeciesen los edictos de los emperadores. Con este aviso la mandó prender, y, habiéndola hecho comparecer en su tribunal, la preguntó cómo se llamaba. —Llamóme Dorotea, respondió la Santa con aquella apacibilidad y aquella modestia que inspiraba á todos veneración y respeto á su persona. —¿Por qué rehúsas adorar los dioses del imperio?, replicó el gobernador: ¿ignoras, por ventura, los decretos imperiales?—No ignoro, respondió la Santa, lo que los emperadores han mandado; pero también sé que sólo se debe adorar al único Dios verdadero, y que ésos que vosotros llamáis dioses del imperio son unas puras quimeras transformadas en deidades por el antojo de los hombres, para autorizar los mayores desórdenes y para consagrar hasta las pasiones más vergonzosas. Pues juzgad vos mismo, señor, si será licito ofrecer sacrificio á los demonios, y será más puesto en razón obedecer á unos hombres mortales, cuales son los emperadores, ó al verdadero Dios inmortal, Criador del Cielo y de la Tierra.
Quedó como cortado Sapricio al o ir una respuesta tan cuerda y tan no esperada; pero, disimulando su admiración, se contentó con decirla en tono blando y cariñoso: Que si no quería tener la misma suerte que sus padres, era menester obedecer, pues no había otro medio para salvar la vida. — Yo no temo los tormentos, respondió la Santa, ni tengo mayor ansia que dar mi vida por Aquel que me redimió á costa de la suya.—¿Y quién es Ese por quien tanto deseas morir?, replicó Sapricio.—Es Jesucristo, mi Salvador y mi Dios, respondió Dorotea.—¿Y dónde está ese Jesucristo?, volvió á replicar el gobernador.— En cuanto Dios, dijo Dorotea, está en todas partes; y, en cuanto Hombre, está en el Cielo, á la diestra de Dios Padre, siendo la gloria de todos los que le sirven, y donde después de mi muerte espero poseerle por toda la eternidad. Este es aquel Paraíso delicioso, dulce estancia de los bienaventurados: ésta es aquella hermosa región donde reina una felicidad pura, eterna, inamisible. Sapricio, para ella te convida á ti mismo mi Salvador Jesucristo; pero no puedes ser en ella admitido sin hacerte primero cristiano.
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