por Gilbert K. Chesterton
IX
l capítulo anterior estuvo dedicado al argumento que la ortodoxia no es tan sólo la única guardiana segura de la moralidad y el orden – como se afirma con frecuencia – sino que también es la guardiana lógica de la libertad, la innovación y el avance. Si queremos derrocar al próspero opresor, no podemos hacerlo con la nueva doctrina de la perfectibilidad humana; pero sí podemos hacerlo con la antigua doctrina del Pecado Original. Si queremos arrancar de raíz crueldades innatas o elevar poblaciones sojuzgadas, no podemos hacerlo con la teoría científica que sostiene que la materia tiene primacía por sobre la mente; pero podemos hacerlo con la teoría sobrenatural de que la mente tiene primacía por sobre la materia. Si queremos despertar en las personas la conciencia social y la incansable búsqueda de las buenas prácticas, no podremos hacer gran cosa insistiendo con el Dios Inmanente y con la Luz Interior; porque éstos, en el mejor de los casos, son motivos de gracia personal. Pero sí podemos ayudar mucho insistiendo con el Dios trascendente y con el resplandor que vuela y se escapa; porque eso significa descontento divino. Si queremos afirmar en forma especial la idea de un generoso contrapeso a una espantosa autocracia, instintivamente seremos trinitarios en lugar de unitaristas. Si deseamos que la civilización europea sea aventurera y salvadora, nos conviene insistir en que las almas se encuentran en real peligro y no en que el peligro, en última instancia, es irreal. Y si queremos exaltar a los marginados y a los crucificados, será mejor que pensemos en que el verdadero Dios fue crucificado y no en que lo fue un simple sabio o un héroe. Pero, por sobre todo, si queremos proteger a los pobres, tendremos que estar a favor de reglas bien establecidas y dogmas claros. Las reglas de un club están a veces a favor del socio pobre. La tendencia del club está siempre a favor del rico.
Y así llegamos a la cuestión crucial que realmente cierra a todo el asunto. Un agnóstico razonable, si por casualidad ha estado de acuerdo conmigo hasta aquí, puede volverse y decir: “Usted ha encontrado una filosofía práctica en la doctrina de la Caída; muy bien. Ha encontrado un aspecto de la democracia que ahora se descuida peligrosamente y que fue afirmada con sabiduría en el Pecado original; está bien. Ha encontrado una verdad en la doctrina del infierno; lo felicito. Usted está convencido de que los fieles de un Dios personal miran hacia el mundo y son progresistas; los felicito a todos. Pero, aún suponiendo que esas doctrinas contienen estas verdades ¿por qué no puede usted tomar las verdades y dejar las doctrinas? Concedamos que la sociedad moderna confía demasiado en los ricos porque no tiene en cuenta las debilidades humanas; concedamos que las épocas ortodoxas tuvieron una gran ventaja porque – creyendo en la Caída – previeron esas debilidades humanas. ¿Por qué no puede usted admitir las debilidades humanas sin creer en la Caída? Si ha descubierto que la idea de la condena eterna representa una saludable idea de peligro, ¿por qué no puede usted simplemente tomar la idea del peligro y dejar la de la condena eterna? Si ve claramente el núcleo de sentido común en la médula de la ortodoxia cristiana, ¿por qué no puede tomar el núcleo y dejar la médula? Tanto como para utilizar una frase de los diarios que yo, como agnóstico altamente académico, empleo con algo de vergüenza: ¿por qué no puede usted tomar lo que es bueno en el cristianismo, aquello que se puede definir como valioso, lo que se puede comprender, y no abandona todo el resto, todos los dogmas absolutos que por su propia naturaleza resultan incomprensibles?” Ésta es la cuestión real; ésta es la cuestión última; y es un placer tratar de contestarla.
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