por José María Permuy Rey
Tomado de Arbil
¿Qué ocurriría si los cristianos creyéramos que es muy fácil salvarse sin confesar a Cristo y pertenecer a su Iglesia? ¿Qué pasaría si considerásemos que las comunidades políticas con mayoría de católicos no tienen por qué profesar la fe cristiana? Pasaría que perderíamos todo o gran parte de nuestro estímulo, de nuestra motivación, de nuestro interés por atraer a Cristo a las almas y a las sociedades.
ar a conocer a Cristo, Camino, Verdad y Vida.
Dar a conocer a Cristo, que nos revela plenamente las verdades que debemos creer, los preceptos que debemos practicar, y los medios de santificación a los que debemos recurrir para alcanzar la salvación eterna.
Dar a conocer a Cristo, que nos manda predicar su Evangelio y bautizar (confiriendo la vida de la gracia) a todas las naciones, es el mandato misionero que impulsa a todos los cristianos, también a los laicos, a movilizarnos para instaurar, conservar y dilatar el Reino de Dios entre los individuos y entre los pueblos.
Pero, ¿qué ocurriría si los cristianos creyéramos que es muy fácil salvarse sin confesar a Cristo y pertenecer a su Iglesia?
¿Qué pasaría si considerásemos que las comunidades políticas con mayoría de católicos no tienen por qué profesar la fe cristiana?
Pasaría que perderíamos todo o gran parte de nuestro estímulo, de nuestra motivación, de nuestro interés por atraer a Cristo a las almas y a las sociedades.
Si los cristianos admitiéramos que un budista, un judío o un musulmán se pueden salvar fácilmente, sin dejar de serlo, en virtud de los elementos positivos que poseen sus respectivas creencias religiosas ¿para qué íbamos a tomarnos la molestia de hacer apostolado y proselitismo cristianos? ¿Para qué íbamos a causarles la molestia de proponerles una fe y una moral cuyas prácticas y enseñanzas son más exigentes y humanamente más difíciles de poner por obra que la ética budista, judía o musulmana? ¿Para qué complicarles la vida? ¿Para qué movilizarnos?
Si los católicos admitiéramos que tan aceptables son las sociedades políticas inspiradas en el catolicismo, como aquellas otras inspiradas en el anglicanismo, en el calvinismo, en el liberalismo, en el socialismo, o simplemente en el relativismo moral y doctrinal, ¿para qué hacer el esfuerzo de trabajar por la confesionalidad católica de los Estados o la unidad católica de las naciones? ¿Para qué movilizarnos?
Desgraciadamente, un gran número de católicos, hermanos nuestros, piensan que todas las religiones y todas las ideologías son respetables. Y, si es así, ¿para qué esforzarse por convencer a los demás? ¡Ni se lo plantean! ¡Con tal de que a los cristianos nos permitan ir al templo y practicar en privado nuestra religión, los demás que hagan lo que quieran!
Es una actitud parecida a aquello que condena el Syllabus de Pío IX, de la Iglesia libre en el Estado libre. Con otras palabras: el culto cristiano libre, en una comunidad irenista plurireligiosa y multicultual libre.
No sólo los seglares, sino que muchos sacerdotes, y no pocos obispos, aquellos a quienes Cristo mismo encomendó el cuidado de su rebaño, la docencia, santificación y gobierno de su Iglesia, piensan así.
¿Acaso no ha sido todo un cardenal -Kasper-, Presidente nada menos que del Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, quien ha declarado recientemente en una conferencia que el diálogo ecuménico no pretende el retorno de los cristianos separados a la Iglesia Católica? ¿Acaso no fueron los obispos españoles los que, con motivo del centenario de la Unidad Católica de España, escribieron un documento diciendo que los tiempos de la Unidad Católica han pasado ya?
Si eso creen y enseñan muchos de nuestros jerarcas, ¿qué podemos esperar de los seglares?
Ahora bien, ¿a qué es debido que tantos obispos, sacerdotes y laicos piensen y se manifiesten de tal modo? ¿En qué se basan?
Hay un acontecimiento que, indudablemente, ha marcado una huella muy profunda en la vida reciente de la Iglesia Católica, hasta el punto de que, al igual que el nacimiento del Hijo de Dios divide la historia de la humanidad en un antes y un después de Cristo, este otro acontecimiento ha trazado, para muchos de nuestros contemporáneos, una línea divisoria en la historia de la Iglesia. Me estoy refiriendo al Concilio Ecuménico Vaticano II.
No voy a decir, porque creo que no sería del todo justo y exacto, que el Concilio Vaticano II promueva la pasividad y la desmovilización apostólica de los laicos cristianos.
El Concilio afirma la necesidad de Cristo y de la Iglesia Católica para salvarse.
El Concilio exhorta a los cristianos a anunciar el mensaje evangélico entre todos los hombres.
El Concilio, insiste mucho en que es deber de los laicos la instauración cristiana del orden temporal informando las leyes y estructuras de las sociedades en las que cada uno vive, con el espíritu del Evangelio.
El Concilio afirma dejar íntegra la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de las sociedades para con Cristo y su Iglesia.
Entonces, ¿cuál es el problema? El problema, o más bien los problemas, son, a mi modesto entender, las omisiones e imprecisiones que contienen los textos conciliares en lo que se refiere, entre otras cosas, al ecumenismo y a la libertad religiosa.
Como consecuencia de esas omisiones e imprecisiones se puede defender, sí, la doctrina tradicional católica; pero se pueden defender también las más peregrinas teorías.
Veamos algunos ejemplos.
Cuando el Vaticano II habla de la salvación eterna en relación con las comunidades religiosas no católicas, pero que se confiesan cristianas (cismáticas o heréticas), afirma que los hermanos separados, justificados por la fe en el bautismo, quedan incorporados a Cristo. Conservan la Sagrada Escritura como norma de fe y vida, y algunos de ellos, el episcopado y la Eucaristía. Además, practican no pocos actos de culto de la religión cristiana, los cuales, de varias formas pueden, sin duda alguna, producir la vida de la gracia, y hay que confesar que son aptos para dejar abierto el acceso a la comunión de la salvación. Es más, se llega a afirmar que las comunidades cristianas separadas no carecen de valor y de sentido en el misterio de la salvación, y que el Espíritu de Cristo no rehúsa servirse de ellas como medios de salvación.
Pero lo que no advierte el Concilio es que, como enseña Santo Tomás, los cismáticos y herejes cuya separación de la Iglesia es pública y notoria pueden conferir válidamente el sacramento del bautismo, pero no el efecto del sacramento; quedan marcados por el carácter bautismal, pero no actúa en ellos la gracia justificante. En palabras de San Agustín, “cuando alguno se bautiza entre los herejes o en algún cisma, fuera de la comunión de la Iglesia, el bautismo no le es provechoso en la medida en la que él aprueba la perversidad de los herejes y de los cismáticos”. “A los bautizados fuera de la Iglesia, si no vuelven a ella, el mismo bautismo les sirve de perdición”.
Lo mismo se puede decir de otros sacramentos. Según Tomás de Aquino “por el hecho de que alguien esté suspendido, excomulgado o degradado por la Iglesia, no pierde el poder de conferir los sacramentos, sino la licencia de usar este poder. Por eso confiere, ciertamente, el sacramento, pero peca confiriéndolo. E igualmente peca quien lo recibe de él, por lo que no recibe la gracia del sacramento, a no ser que le excuse la ignorancia”.
Y el Concilio Ecuménico de Florencia afirma que “es de tanto precio la unidad en el cuerpo de la Iglesia, que sólo a quienes en él permanecen les aprovechan para su salvación los sacramentos y producen premios eternos los ayunos, limosnas y demás oficios de piedad y ejercicios de la milicia cristiana. Y que nadie, por más limosnas que hiciere, aun cuando derramare su sangre por el nombre de Cristo, puede salvarse, si no permaneciere en el seno y unidad de la Iglesia Católica”.
En cuanto a la posibilidad de que el Espíritu Santo pueda servirse de las comunidades separadas como medios de salvación, Pío XII, en la encíclica Mystici Corporis enseña que “entre los miembros de la Iglesia, sólo se han de contar de hecho los que recibieron las aguas regeneradoras del Bautismo y profesan la verdadera fe y ni se han separado ellos mismos miserablemente de la contextura del cuerpo, ni han sido apartados de él por la legítima autoridad a causa de gravísimas culpas.
Por lo cual, los que están separados entre sí por la fe o por el gobierno, no pueden vivir en este cuerpo único ni de este su único Espíritu divino.
El Espíritu de Cristo es quien a la par que coengendra cada día nuevos hijos a la Iglesia con la inspiración de la gracia, rehúsa habitar con su gracia santificante en los miembros totalmente separados del Cuerpo”.
Así pues, el Concilio hace hincapié exclusivamente en la posibilidad de que los cristianos no católicos se salven sin incorporarse en vida a la estructura visible de la Iglesia (una posibilidad cierta, pero extraordinaria, excepcional, y en todo caso injuzgable); sin embargo, silencia el hecho de que el cisma y la herejía son objetivamente impedimento para la recepción de la gracia santificante, y por tanto, para alcanzar la salvación eterna, aunque se posean sacramentos válidos y válidamente se dispensen y reciban.
Como consecuencia de todo ello, no es difícil incurrir en la falsa impresión de que realmente es sencillo salvarse sin incorporarse a la Iglesia.
En relación con la libertad religiosa, antes decía que el Concilio Vaticano II afirma dejar íntegra la doctrina tradicional sobre el deber moral de las sociedades para con la religión católica.
Y así es. Pero al referirse más concretamente a las sociedades políticas, el Vaticano II exige tan solo que respeten la libertad religiosa de todos sus súbditos, omitiendo recordar expresamente que los Estados con mayoría de católicos tienen la obligación moral (no sólo la posibilidad, sino la obligación) de profesar la fe católica, por medio del culto público a Dios, la inspiración cristiana de las leyes y la defensa del patrimonio religioso del pueblo.
La doctrina tradicional católica enseñó siempre, además, que los Estados católicos pueden tolerar el culto privado de las confesiones no católicas, pero no el culto público. El Concilio Vaticano II entiende que el derecho de los acatólicos a manifestarse públicamente, debe ser respetado por los Estados, con la única condición de que no atente contra el bien común y el orden moral objetivo.
Aparentemente, al menos, existe en este tema una contradicción entre el Magisterio preconciliar y el conciliar, que afecta, obviamente, a un asunto tan importante para nosotros como es la Unidad Católica de España.
Todo ello explica que católicos contrarrevolucionarios hayamos podido defender, con la mayor buena fe y rectitud de intención, la compatibilidad de la confesionalidad católica de los Estados con el Vaticano II, mientras que “católicos” revolucionarios han podido, con la misma sinceridad, defender la tesis contraria.
Buena prueba de la ambigüedad del Concilio al respecto de la libertad religiosa es que son muchísimos los obispos que individual o colectivamente se han pronunciado contra la confesionalidad de los Estados.
Tan importantes omisiones e imprecisiones pueden provocar muchas veces la parálisis de los fieles cristianos.
No sólo eso, sino que incluso pueden llegar a afectar a nuestra vida espiritual, hasta el punto de que, por la obsesión de algunos de acercarnos a nuestros hermanos separados, no sólo dejemos de invitar a estos últimos a compartir los medios de santificación y salvación de que, por designio divino, dispone la Iglesia Católica, sino que nosotros mismos, los católicos, lleguemos a prescindir de tales medios.
Es lo que ha ocurrido hace algo más de tres años, cuando Juan Pablo II, a petición del Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, y tras ser revisada por la Congregación para la Doctrina de la Fe, dio por válida la Misa celebrada siguiendo la anáfora de Addai y Mari, una plegaria eucarística de los cristianos asirios cismáticos que no contiene las palabras de la consagración.
EL documento de aprobación dice que no contiene las palabras de la consagración de forma narrativa, sino que están presentes, no de modo coherente y ad litteram, sino de manera eucológica y diseminada, insertas en preces sucesivas de acción de gracias, alabanza e intercesión. Yo que me he tomado la molestia de repasar el texto, les puedo asegurar que las frases “esto es mi cuerpo” y “este es el cáliz de mi sangre” o “esta es mi sangre”, no aparecen por ninguna parte.
¿Cómo es posible que sea válida una Misa sin consagración?
Imaginen que esa extraña aprobación sirva como referencia y precedente para una futura reforma litúrgica. ¿Podríamos encontrarnos con la supresión “oficial” del Sacrificio de la Misa, tal como parece anunciar el profeta Daniel refiriéndose a los últimos tiempos?
Pues el Cardenal Kasper está contentísimo, porque, según él, el reconocimiento de esa anáfora ha supuesto un gran paso en el camino ecuménico. ¡Está claro! Si suprimimos la Misa, es obvio que habremos echado por tierra uno de los obstáculos que mantienen a los herejes separados de la Iglesia Católica. ¡Bonita solución!
El otro gran obstáculo es el episcopado, el sacerdocio. De todos es sabido que muchos herejes no poseen sacramento del orden sacerdotal válido. Pero no hay problema. El Cardenal Kasper ya ha encontrado el remedio. Según él, lo importante no es la sucesión apostólica en el sentido de una cadena histórica de imposición de las manos que va remontándose a lo largo de los siglos hasta llegar a uno de los apóstoles. No importa que un obispo haya sido ordenado por otro obispo que conserva la sucesión apostólica, no. La sucesión apostólica no es cuestión de una cadena ininterrumpida, sino de pertenencia a un colegio, el de los obispos, el cual tiene el poder de reconocer por sí mismo qué obispos, incluso de entre los no católicos, lo son válidamente. Es decir, la validez de una consagración episcopal depende del reconocimiento colegial y democrático del actual Colegio de los Obispos. Esa es la idea de Kasper.
He ahí el resultado de 40 años de omisiones e imprecisiones consentidas y no resueltas.
Ante este panorama, ¿qué podemos hacer?
En primer lugar, rechazar la tentación de pasividad.
Somos soldados de Cristo, y como tales tenemos la obligación moral de combatir por su Reino, de librar una lucha, que es verdaderamente contra los espíritus malignos que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas, pero que también lo es contra nuestra propia concupiscencia, y contra el mundo enemigo de Dios.
En segundo lugar, rechazar la tentación de un activismo pelagiano. Nuestra acción, nuestra movilización debe ir precedida y acompañada en todo momento de la oración y de la mortificación.
El alma de todo apostolado es la vida interior. No podemos restar horas al trato diario con Dios, so pretexto de volcarnos en la acción. No podemos confiar únicamente en nuestras fuerzas naturales, sin recurrir a la ayuda de la Santísima Trinidad; no podemos prescindir de la vida de la gracia que adquirimos, recuperamos y aumentamos por medio de los sacramentos.
En tercer lugar, debemos actuar. Actuar intraeclesialmente y extraeclesialmente.
En los tiempos que corren, a diferencia de otras épocas, nuestra movilización no puede ser sólo extraeclesial, sino que, en tanto no se aclaren las omisiones e imprecisiones a que me he venido refiriendo hasta ahora, debe ser también intraeclesial.
Los seglares conscientes de la situación crítica en que se halla nuestra Iglesia, una Iglesia que, según Pablo VI, ha sido penetrada por el humo de satanás y que está siendo demolida desde dentro, debemos pedir a nuestros obispos, sucesores de los Apóstoles, y al futuro obispo de Roma el primero, que nos gobiernen, que nos enseñen y que nos santifiquen como Dios manda. Que para eso están, para eso han sido llamados por Dios.
Que restituyan las premisas doctrinales para la evangelización y reevangelización de los individuos y de los pueblos, para la instauración y restauración de la Ciudad Católica, y en el caso de nuestra Patria, para la reconquista de la Unidad Católica de España.
Que no callen la verdad, que denuncien el error, que corrijan, amonesten y castiguen a los pecadores públicos y a los herejes.
Todo ello con la máxima caridad, pero con la mayor firmeza.
Al mismo tiempo, por supuesto, no podemos descuidar la acción cristiana extraeclesial, ofensiva y defensiva.
Ofensiva, en el sentido de que debemos difundir sin miedo, sin respetos humanos, la Doctrina de Cristo en todas cuantas áreas de influencia podemos actuar los seglares, tanto individualmente como asociados. Pero defensiva también, porque tenemos el derecho y el deber de protegernos de quienes desean impedir nuestra libertad de acción, y de quienes públicamente ofenden a Dios de palabra o de obra.
Los católicos no pretendemos imponer a nadie nuestra fe y nuestra moral. Sería absurdo, pues la fe cristiana consiste en una adhesión y aceptación libre y voluntaria de las verdades reveladas por Cristo. No se puede creer a la fuerza.
Tampoco pretendemos que la ley civil penalice todo lo que prohibe la ley de Dios u obligue al cumplimiento de los mandamientos de la Iglesia.
Lo único que queremos es la subordinación de la ley civil a la ley natural, de obligado cumplimiento para todos los hombres, creyentes o no; y que sea respetada nuestra libertad para proponer (no imponer) a todos la Doctrina cristiana, y para vivir (individual y comunitariamente, también en el ámbito estatal) nuestro credo.
Los seglares católicos, con o sin la bendición de nuestros obispos (aunque nunca contra ellos, por supuesto) debemos presentar batalla frente al enemigo que actúa desde dentro y desde fuera de la Santa Iglesia Católica, única verdadera.
El enemigo que actúa desde fuera de la Iglesia aspira a aplastarnos o confinarnos en reservas como si fuéramos animales en peligro de extinción.
El enemigo que actúa desde dentro de la Iglesia pretende hacernos creer que “todo el mundo es bueno”, que lo mismo da ser católico que ser ateo, masón, luterano, musulmán, liberal o socialista. Pretende hacernos creer eso, para que no reaccionemos, para que no nos defendamos ante las agresiones que, desde fuera, nos asestan precisamente ateos, masones, luteranos, musulmanes, liberales y socialistas.
En nombre de la libertad religiosa y del ecumenismo pretende desarmarnos para hacer de nosotros fácil presa. En ocasiones, lamentablemente, con la complicidad, consciente o inconsciente, al menos en parte, de la jerarquía eclesiástica.
En mi opinión, ante el acoso laicista y ateo que padecemos los católicos en nuestro mundo actual, debemos organizar, por encima de banderías, partidismos y carismas, un amplio y multiforme movimiento católico de combate y resistencia.
Pero ese es otro tema, más práctico que teórico, y que espero saldrá a relucir, y se plasmará en propósitos y resoluciones concretas a lo largo de estas jornadas para la Reconquista de la Unidad Católica de España.
Muchas gracias por su paciencia. Y que Dios nos bendiga y ayude a todos.
Dar a conocer a Cristo, que nos revela plenamente las verdades que debemos creer, los preceptos que debemos practicar, y los medios de santificación a los que debemos recurrir para alcanzar la salvación eterna.
Dar a conocer a Cristo, que nos manda predicar su Evangelio y bautizar (confiriendo la vida de la gracia) a todas las naciones, es el mandato misionero que impulsa a todos los cristianos, también a los laicos, a movilizarnos para instaurar, conservar y dilatar el Reino de Dios entre los individuos y entre los pueblos.
Pero, ¿qué ocurriría si los cristianos creyéramos que es muy fácil salvarse sin confesar a Cristo y pertenecer a su Iglesia?
¿Qué pasaría si considerásemos que las comunidades políticas con mayoría de católicos no tienen por qué profesar la fe cristiana?
Pasaría que perderíamos todo o gran parte de nuestro estímulo, de nuestra motivación, de nuestro interés por atraer a Cristo a las almas y a las sociedades.
Si los cristianos admitiéramos que un budista, un judío o un musulmán se pueden salvar fácilmente, sin dejar de serlo, en virtud de los elementos positivos que poseen sus respectivas creencias religiosas ¿para qué íbamos a tomarnos la molestia de hacer apostolado y proselitismo cristianos? ¿Para qué íbamos a causarles la molestia de proponerles una fe y una moral cuyas prácticas y enseñanzas son más exigentes y humanamente más difíciles de poner por obra que la ética budista, judía o musulmana? ¿Para qué complicarles la vida? ¿Para qué movilizarnos?
Si los católicos admitiéramos que tan aceptables son las sociedades políticas inspiradas en el catolicismo, como aquellas otras inspiradas en el anglicanismo, en el calvinismo, en el liberalismo, en el socialismo, o simplemente en el relativismo moral y doctrinal, ¿para qué hacer el esfuerzo de trabajar por la confesionalidad católica de los Estados o la unidad católica de las naciones? ¿Para qué movilizarnos?
Desgraciadamente, un gran número de católicos, hermanos nuestros, piensan que todas las religiones y todas las ideologías son respetables. Y, si es así, ¿para qué esforzarse por convencer a los demás? ¡Ni se lo plantean! ¡Con tal de que a los cristianos nos permitan ir al templo y practicar en privado nuestra religión, los demás que hagan lo que quieran!
Es una actitud parecida a aquello que condena el Syllabus de Pío IX, de la Iglesia libre en el Estado libre. Con otras palabras: el culto cristiano libre, en una comunidad irenista plurireligiosa y multicultual libre.
No sólo los seglares, sino que muchos sacerdotes, y no pocos obispos, aquellos a quienes Cristo mismo encomendó el cuidado de su rebaño, la docencia, santificación y gobierno de su Iglesia, piensan así.
¿Acaso no ha sido todo un cardenal -Kasper-, Presidente nada menos que del Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, quien ha declarado recientemente en una conferencia que el diálogo ecuménico no pretende el retorno de los cristianos separados a la Iglesia Católica? ¿Acaso no fueron los obispos españoles los que, con motivo del centenario de la Unidad Católica de España, escribieron un documento diciendo que los tiempos de la Unidad Católica han pasado ya?
Si eso creen y enseñan muchos de nuestros jerarcas, ¿qué podemos esperar de los seglares?
Ahora bien, ¿a qué es debido que tantos obispos, sacerdotes y laicos piensen y se manifiesten de tal modo? ¿En qué se basan?
Hay un acontecimiento que, indudablemente, ha marcado una huella muy profunda en la vida reciente de la Iglesia Católica, hasta el punto de que, al igual que el nacimiento del Hijo de Dios divide la historia de la humanidad en un antes y un después de Cristo, este otro acontecimiento ha trazado, para muchos de nuestros contemporáneos, una línea divisoria en la historia de la Iglesia. Me estoy refiriendo al Concilio Ecuménico Vaticano II.
No voy a decir, porque creo que no sería del todo justo y exacto, que el Concilio Vaticano II promueva la pasividad y la desmovilización apostólica de los laicos cristianos.
El Concilio afirma la necesidad de Cristo y de la Iglesia Católica para salvarse.
El Concilio exhorta a los cristianos a anunciar el mensaje evangélico entre todos los hombres.
El Concilio, insiste mucho en que es deber de los laicos la instauración cristiana del orden temporal informando las leyes y estructuras de las sociedades en las que cada uno vive, con el espíritu del Evangelio.
El Concilio afirma dejar íntegra la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de las sociedades para con Cristo y su Iglesia.
Entonces, ¿cuál es el problema? El problema, o más bien los problemas, son, a mi modesto entender, las omisiones e imprecisiones que contienen los textos conciliares en lo que se refiere, entre otras cosas, al ecumenismo y a la libertad religiosa.
Como consecuencia de esas omisiones e imprecisiones se puede defender, sí, la doctrina tradicional católica; pero se pueden defender también las más peregrinas teorías.
Veamos algunos ejemplos.
Cuando el Vaticano II habla de la salvación eterna en relación con las comunidades religiosas no católicas, pero que se confiesan cristianas (cismáticas o heréticas), afirma que los hermanos separados, justificados por la fe en el bautismo, quedan incorporados a Cristo. Conservan la Sagrada Escritura como norma de fe y vida, y algunos de ellos, el episcopado y la Eucaristía. Además, practican no pocos actos de culto de la religión cristiana, los cuales, de varias formas pueden, sin duda alguna, producir la vida de la gracia, y hay que confesar que son aptos para dejar abierto el acceso a la comunión de la salvación. Es más, se llega a afirmar que las comunidades cristianas separadas no carecen de valor y de sentido en el misterio de la salvación, y que el Espíritu de Cristo no rehúsa servirse de ellas como medios de salvación.
Pero lo que no advierte el Concilio es que, como enseña Santo Tomás, los cismáticos y herejes cuya separación de la Iglesia es pública y notoria pueden conferir válidamente el sacramento del bautismo, pero no el efecto del sacramento; quedan marcados por el carácter bautismal, pero no actúa en ellos la gracia justificante. En palabras de San Agustín, “cuando alguno se bautiza entre los herejes o en algún cisma, fuera de la comunión de la Iglesia, el bautismo no le es provechoso en la medida en la que él aprueba la perversidad de los herejes y de los cismáticos”. “A los bautizados fuera de la Iglesia, si no vuelven a ella, el mismo bautismo les sirve de perdición”.
Lo mismo se puede decir de otros sacramentos. Según Tomás de Aquino “por el hecho de que alguien esté suspendido, excomulgado o degradado por la Iglesia, no pierde el poder de conferir los sacramentos, sino la licencia de usar este poder. Por eso confiere, ciertamente, el sacramento, pero peca confiriéndolo. E igualmente peca quien lo recibe de él, por lo que no recibe la gracia del sacramento, a no ser que le excuse la ignorancia”.
Y el Concilio Ecuménico de Florencia afirma que “es de tanto precio la unidad en el cuerpo de la Iglesia, que sólo a quienes en él permanecen les aprovechan para su salvación los sacramentos y producen premios eternos los ayunos, limosnas y demás oficios de piedad y ejercicios de la milicia cristiana. Y que nadie, por más limosnas que hiciere, aun cuando derramare su sangre por el nombre de Cristo, puede salvarse, si no permaneciere en el seno y unidad de la Iglesia Católica”.
En cuanto a la posibilidad de que el Espíritu Santo pueda servirse de las comunidades separadas como medios de salvación, Pío XII, en la encíclica Mystici Corporis enseña que “entre los miembros de la Iglesia, sólo se han de contar de hecho los que recibieron las aguas regeneradoras del Bautismo y profesan la verdadera fe y ni se han separado ellos mismos miserablemente de la contextura del cuerpo, ni han sido apartados de él por la legítima autoridad a causa de gravísimas culpas.
Por lo cual, los que están separados entre sí por la fe o por el gobierno, no pueden vivir en este cuerpo único ni de este su único Espíritu divino.
El Espíritu de Cristo es quien a la par que coengendra cada día nuevos hijos a la Iglesia con la inspiración de la gracia, rehúsa habitar con su gracia santificante en los miembros totalmente separados del Cuerpo”.
Así pues, el Concilio hace hincapié exclusivamente en la posibilidad de que los cristianos no católicos se salven sin incorporarse en vida a la estructura visible de la Iglesia (una posibilidad cierta, pero extraordinaria, excepcional, y en todo caso injuzgable); sin embargo, silencia el hecho de que el cisma y la herejía son objetivamente impedimento para la recepción de la gracia santificante, y por tanto, para alcanzar la salvación eterna, aunque se posean sacramentos válidos y válidamente se dispensen y reciban.
Como consecuencia de todo ello, no es difícil incurrir en la falsa impresión de que realmente es sencillo salvarse sin incorporarse a la Iglesia.
En relación con la libertad religiosa, antes decía que el Concilio Vaticano II afirma dejar íntegra la doctrina tradicional sobre el deber moral de las sociedades para con la religión católica.
Y así es. Pero al referirse más concretamente a las sociedades políticas, el Vaticano II exige tan solo que respeten la libertad religiosa de todos sus súbditos, omitiendo recordar expresamente que los Estados con mayoría de católicos tienen la obligación moral (no sólo la posibilidad, sino la obligación) de profesar la fe católica, por medio del culto público a Dios, la inspiración cristiana de las leyes y la defensa del patrimonio religioso del pueblo.
La doctrina tradicional católica enseñó siempre, además, que los Estados católicos pueden tolerar el culto privado de las confesiones no católicas, pero no el culto público. El Concilio Vaticano II entiende que el derecho de los acatólicos a manifestarse públicamente, debe ser respetado por los Estados, con la única condición de que no atente contra el bien común y el orden moral objetivo.
Aparentemente, al menos, existe en este tema una contradicción entre el Magisterio preconciliar y el conciliar, que afecta, obviamente, a un asunto tan importante para nosotros como es la Unidad Católica de España.
Todo ello explica que católicos contrarrevolucionarios hayamos podido defender, con la mayor buena fe y rectitud de intención, la compatibilidad de la confesionalidad católica de los Estados con el Vaticano II, mientras que “católicos” revolucionarios han podido, con la misma sinceridad, defender la tesis contraria.
Buena prueba de la ambigüedad del Concilio al respecto de la libertad religiosa es que son muchísimos los obispos que individual o colectivamente se han pronunciado contra la confesionalidad de los Estados.
Tan importantes omisiones e imprecisiones pueden provocar muchas veces la parálisis de los fieles cristianos.
No sólo eso, sino que incluso pueden llegar a afectar a nuestra vida espiritual, hasta el punto de que, por la obsesión de algunos de acercarnos a nuestros hermanos separados, no sólo dejemos de invitar a estos últimos a compartir los medios de santificación y salvación de que, por designio divino, dispone la Iglesia Católica, sino que nosotros mismos, los católicos, lleguemos a prescindir de tales medios.
Es lo que ha ocurrido hace algo más de tres años, cuando Juan Pablo II, a petición del Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, y tras ser revisada por la Congregación para la Doctrina de la Fe, dio por válida la Misa celebrada siguiendo la anáfora de Addai y Mari, una plegaria eucarística de los cristianos asirios cismáticos que no contiene las palabras de la consagración.
EL documento de aprobación dice que no contiene las palabras de la consagración de forma narrativa, sino que están presentes, no de modo coherente y ad litteram, sino de manera eucológica y diseminada, insertas en preces sucesivas de acción de gracias, alabanza e intercesión. Yo que me he tomado la molestia de repasar el texto, les puedo asegurar que las frases “esto es mi cuerpo” y “este es el cáliz de mi sangre” o “esta es mi sangre”, no aparecen por ninguna parte.
¿Cómo es posible que sea válida una Misa sin consagración?
Imaginen que esa extraña aprobación sirva como referencia y precedente para una futura reforma litúrgica. ¿Podríamos encontrarnos con la supresión “oficial” del Sacrificio de la Misa, tal como parece anunciar el profeta Daniel refiriéndose a los últimos tiempos?
Pues el Cardenal Kasper está contentísimo, porque, según él, el reconocimiento de esa anáfora ha supuesto un gran paso en el camino ecuménico. ¡Está claro! Si suprimimos la Misa, es obvio que habremos echado por tierra uno de los obstáculos que mantienen a los herejes separados de la Iglesia Católica. ¡Bonita solución!
El otro gran obstáculo es el episcopado, el sacerdocio. De todos es sabido que muchos herejes no poseen sacramento del orden sacerdotal válido. Pero no hay problema. El Cardenal Kasper ya ha encontrado el remedio. Según él, lo importante no es la sucesión apostólica en el sentido de una cadena histórica de imposición de las manos que va remontándose a lo largo de los siglos hasta llegar a uno de los apóstoles. No importa que un obispo haya sido ordenado por otro obispo que conserva la sucesión apostólica, no. La sucesión apostólica no es cuestión de una cadena ininterrumpida, sino de pertenencia a un colegio, el de los obispos, el cual tiene el poder de reconocer por sí mismo qué obispos, incluso de entre los no católicos, lo son válidamente. Es decir, la validez de una consagración episcopal depende del reconocimiento colegial y democrático del actual Colegio de los Obispos. Esa es la idea de Kasper.
He ahí el resultado de 40 años de omisiones e imprecisiones consentidas y no resueltas.
Ante este panorama, ¿qué podemos hacer?
En primer lugar, rechazar la tentación de pasividad.
Somos soldados de Cristo, y como tales tenemos la obligación moral de combatir por su Reino, de librar una lucha, que es verdaderamente contra los espíritus malignos que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas, pero que también lo es contra nuestra propia concupiscencia, y contra el mundo enemigo de Dios.
En segundo lugar, rechazar la tentación de un activismo pelagiano. Nuestra acción, nuestra movilización debe ir precedida y acompañada en todo momento de la oración y de la mortificación.
El alma de todo apostolado es la vida interior. No podemos restar horas al trato diario con Dios, so pretexto de volcarnos en la acción. No podemos confiar únicamente en nuestras fuerzas naturales, sin recurrir a la ayuda de la Santísima Trinidad; no podemos prescindir de la vida de la gracia que adquirimos, recuperamos y aumentamos por medio de los sacramentos.
En tercer lugar, debemos actuar. Actuar intraeclesialmente y extraeclesialmente.
En los tiempos que corren, a diferencia de otras épocas, nuestra movilización no puede ser sólo extraeclesial, sino que, en tanto no se aclaren las omisiones e imprecisiones a que me he venido refiriendo hasta ahora, debe ser también intraeclesial.
Los seglares conscientes de la situación crítica en que se halla nuestra Iglesia, una Iglesia que, según Pablo VI, ha sido penetrada por el humo de satanás y que está siendo demolida desde dentro, debemos pedir a nuestros obispos, sucesores de los Apóstoles, y al futuro obispo de Roma el primero, que nos gobiernen, que nos enseñen y que nos santifiquen como Dios manda. Que para eso están, para eso han sido llamados por Dios.
Que restituyan las premisas doctrinales para la evangelización y reevangelización de los individuos y de los pueblos, para la instauración y restauración de la Ciudad Católica, y en el caso de nuestra Patria, para la reconquista de la Unidad Católica de España.
Que no callen la verdad, que denuncien el error, que corrijan, amonesten y castiguen a los pecadores públicos y a los herejes.
Todo ello con la máxima caridad, pero con la mayor firmeza.
Al mismo tiempo, por supuesto, no podemos descuidar la acción cristiana extraeclesial, ofensiva y defensiva.
Ofensiva, en el sentido de que debemos difundir sin miedo, sin respetos humanos, la Doctrina de Cristo en todas cuantas áreas de influencia podemos actuar los seglares, tanto individualmente como asociados. Pero defensiva también, porque tenemos el derecho y el deber de protegernos de quienes desean impedir nuestra libertad de acción, y de quienes públicamente ofenden a Dios de palabra o de obra.
Los católicos no pretendemos imponer a nadie nuestra fe y nuestra moral. Sería absurdo, pues la fe cristiana consiste en una adhesión y aceptación libre y voluntaria de las verdades reveladas por Cristo. No se puede creer a la fuerza.
Tampoco pretendemos que la ley civil penalice todo lo que prohibe la ley de Dios u obligue al cumplimiento de los mandamientos de la Iglesia.
Lo único que queremos es la subordinación de la ley civil a la ley natural, de obligado cumplimiento para todos los hombres, creyentes o no; y que sea respetada nuestra libertad para proponer (no imponer) a todos la Doctrina cristiana, y para vivir (individual y comunitariamente, también en el ámbito estatal) nuestro credo.
Los seglares católicos, con o sin la bendición de nuestros obispos (aunque nunca contra ellos, por supuesto) debemos presentar batalla frente al enemigo que actúa desde dentro y desde fuera de la Santa Iglesia Católica, única verdadera.
El enemigo que actúa desde fuera de la Iglesia aspira a aplastarnos o confinarnos en reservas como si fuéramos animales en peligro de extinción.
El enemigo que actúa desde dentro de la Iglesia pretende hacernos creer que “todo el mundo es bueno”, que lo mismo da ser católico que ser ateo, masón, luterano, musulmán, liberal o socialista. Pretende hacernos creer eso, para que no reaccionemos, para que no nos defendamos ante las agresiones que, desde fuera, nos asestan precisamente ateos, masones, luteranos, musulmanes, liberales y socialistas.
En nombre de la libertad religiosa y del ecumenismo pretende desarmarnos para hacer de nosotros fácil presa. En ocasiones, lamentablemente, con la complicidad, consciente o inconsciente, al menos en parte, de la jerarquía eclesiástica.
En mi opinión, ante el acoso laicista y ateo que padecemos los católicos en nuestro mundo actual, debemos organizar, por encima de banderías, partidismos y carismas, un amplio y multiforme movimiento católico de combate y resistencia.
Pero ese es otro tema, más práctico que teórico, y que espero saldrá a relucir, y se plasmará en propósitos y resoluciones concretas a lo largo de estas jornadas para la Reconquista de la Unidad Católica de España.
Muchas gracias por su paciencia. Y que Dios nos bendiga y ayude a todos.
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