mediados del siglo XVII el párroco de Lalouvesc, aldea perdida entre las nieves del mediodía francés, escribía en su libro parroquial: "Este último día de diciembre de 1640, hacia la media noche, ha muerto en mi habitación y sobre mi cama, en la que había estado enfermo seis días, el reverendo padre Juan Francisco de Regis, jesuita del Puy”.
Efectivamente, seis días antes, el 26 de diciembre, aquel hombre, hasta entonces aparentemente insensible al frío, a la fatiga y al ayuno, había caído sin conocimiento, rodeado de una inmensa turba de gentes que le apretujaban esperando a que los confesase. Toda la mañana la había pasado, aconsejando, consolando y absolviendo, en ayunas.
A las dos les dijo la misa, y a continuación siguió confesando hasta caer desmayado.Este accidente fue una revelación asombrosa para los lugareños. Resultaba que "el padre santo" no era un ángel, sino un hombre como ellos, a pesar de los prodigios de todo orden que estaban acostumbrados a ver realizar a aquel religioso grandote y flaco. Así sucumbía a sus cuarenta y tres años de edad, agotado hasta el extremo en el ejercicio de su ministerio, el hombre del que Pío XII, poco antes de ser elegido papa, afirmaría: "Si hay un santo a quien pueda invocársele como a patrón de las misiones rurales en tierras de Francia, éste es San Juan Francisco de Regis".
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