por Juan Manuel de Prada
Tomado de ABC
os enemigos de la religión han advertido que en el ser humano existe una vocación constitutiva hacia la trascendencia, han advertido que la fe forma parte indisoluble de la naturaleza humana y que, por lo tanto, cualquier intento de extirparla de la naturaleza humana es empresa inviable. De modo que han variado su modus operandi, confirmando aquel aserto de Belloc que nos advertía sobre las nuevas herejías, que no se dedican a negar tal o cual dogma, sino a falsificarlos todos. Ya no se trata de negar la religión, sino de crear sucedáneos que ocupen el sitio de la religión, adulterando sus dogmas y usurpando sus ritos. No es, desde luego, una estrategia nueva: idolatrías que se proponen o imponen como remedos de la religión las ha habido a porrillo, desde el Leviatán hobbesiano hasta aquel ridículo culto a Clotilde de Vaux que se inventó el pobrecito Comte. Por supuesto, el fin de todos estas idolatrías acaba siendo siempre es el mismo, pues allá donde se sustituye a Dios por un idolillo acaban creciéndole al idolillo cuernos y rabo; y como la querencia sobrenatural del ser humano es irrefrenable, allá donde lo divino es escamoteado acaba colándose de rondón y después paseándose como Pedro por su casa lo demoníaco. Así ha sido siempre y así seguirá siendo, hasta el Fin de los Tiempos.
En esta fase de la Historia el idolillo con el que se pretende falsificar la religión es la Democracia, que ha dejado de ser una forma de gobierno (muy plausible, cuando no degenera en demagogia) para convertirse en una especie de Sustancia Inefable que los politiquillos y sus corifeos nombran con obstinación de maniáticos en sus discursos o pedriscos de consignas, venga o no venga a cuento. Ahora estamos en un momento en que la gente empieza a creer que sin Nuestra Señora la Democracia nada existiría, ni siquiera la vida sobre el planeta; y que si los hombres tenemos derecho a existir es porque Nuestra Señora la Democracia nos lo reconoce (aunque cada vez imponga condiciones más estrictas). En este sentido debe interpretarse esa ceremonia o aquelarre que organizaron en el Ayuntamiento de Madrid, a imitación de un bautizo, en el que se pretendió representar la «acogida a la ciudadanía» de un niño. Puesto que la inscripción en el Registro Civil identifica al recién nacido, le reconoce una filiación y le brinda una nacionalidad, ¿a qué se referían los oficiantes de la ceremonia o aquelarre cuando hablaban de «acogida a la ciudadanía»?
Se referían a una falsificación religiosa, oficiada ante el idolillo de la Democracia. La inscripción en un registro es un mero acto administrativo que no pretende falsificar un sacramento; pero la mera inscripción en un registro no colma los anhelos más profundos de los hombres, que son siempre de naturaleza religiosa (y no olvidemos que la fe religiosa tiene una vocación vertical, ascendente, pero también una vocación horizontal, comunitaria). Para colmar fraudulentamente esos anhelos no satisfechos, se inventan pacotillas seudorreligiosas de la más variada laya: empezaron rellenando la frialdad de las bodas civiles con lecturas grotescas de El Cantar de los cantares y homilías municipales y espesas que hubiesen ruborizado a fray Gerundio de Campazas, siguen con esta parodia de los bautizos laicos y terminarán instituyendo primeras comuniones laicas, confirmaciones laicas, hasta extremaunciones laicas donde los moribundos reciban, a modo de viático eutanásico, una sobredosis de morfina. La entronización de los sacramentos laicos planteará, sin embargo, pavorosos conflictos de competencias entre Estado, Autonomías y Ayuntamientos, que juntos forman la mal avenida Trinidad Democrática. En evitación de tales conflictos, debería constituirse con urgencia un Alto Comisionado de Sacramentos Laicos.
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