por Juan Manuel de Prada
Tomado de ABC
n época de vacas gordas, Elena Salgado, con su bello aire de anchoa asténica, quiso privarnos de las hamburguesas y el vino, a semejanza de aquel doctor Pedro Recio de Tirteafuera que le amargaba las comidas a Sancho Panza. Ahora que estamos en época de vacas flacas, a la Salgado la han nombrado, con irreprochable lógica, ministra de Economía, para que los españoles nos vayamos haciendo a la idea de que su Gobierno de progreso nos va a matar de hambre; y también para que nos consolemos pensando que el hambre nos da un bello aire de anchoas asténicas. «Absit!» (o sea, ¡aléjese!), exclamaba el doctor Pedro Recio cada vez que Sancho alargaba una mano para alcanzar una vianda; y la ministra Salgado acaba de decir lo mismo a los obispos, por osar pronunciarse sobre el aborto: «Absit, episcopi! ¡Que esta vianda es nuestra!». El aborto es, en esta época de vacas flacas, el festín predilecto de la gente de progreso; y a los diputados de progreso ya los tenemos segregando jugos gástricos y relamiéndose de gusto ante la inminencia de la pitanza. El prohombre Llamazares ha añadido que «si el parlamento dice que el aborto es un derecho, es un derecho, lo diga Agamenón o su porquero». No sabemos quién será Agamenón en este banquete (aunque creamos distinguirlo, por su característico hedor a azufre); pero, desde luego, queda muy claro quiénes son los porqueros y los pobres cochinillos sacrificados.
«La Iglesia no sabe, como siempre, cuál es su lugar», ha afirmado la ministra Salgado, después de que los obispos recordarán que ningún católico puede participar de la pitanza abortiva que cocina nuestro Gobierno de progreso. Lo que no ha dejado claro en sus declaraciones es cuál será ese difuso «ámbito de los fieles» donde los obispos podrían hacer sus recomendaciones. Pero, puesto que la ministra Salgado establece que ese ámbito no es el foro público, hemos de interpretar que tal vez se refiera a las catacumbas, o a la arena del circo. O tal vez lo que la ministra Salgado pretendía significar es que la Iglesia debe ponerse de rodillas ante el César y bendecir sus pitanzas. Este sería el lugar de una Iglesia corrompida; pero el lugar de una Iglesia fiel a su misión es exactamente el que ocupan los obispos: «Lo que os digo al oído, predicadlo en los terrados». Y a los terrados se han subido los obispos para cumplir su misión, que comprende los fundamentos éticos que surgen de la misma naturaleza humana.
Existe una confusión creciente, auspiciada por la soberbia del César, en torno a los límites del dominio político; confusión que el prohombre Llamazares sintetiza, con su característica empanada mental, en la desquiciada frase que reproducíamos más arriba. El aborto jamás podrá ser un derecho, por mucho que así lo determine la aritmética parlamentaria, como tampoco podrían serlo el hurto o el estupro, por más que en una determinada coyuntura a una mayoría social le convenga que así sea. El aborto, como el hurto o el estupro, es un crimen que la racionalidad ética repudia; y cuando deja de repudiarlo es porque, simplemente, tal racionalidad ética ha dejado de asistirnos. Lo cual es tanto como decir que hemos muerto; porque cuando dimitimos de nuestra racionalidad ética hemos dejado de ser humanos. Decía Chesterton que necesitamos curas que nos recuerden que vamos a morir, pero sobre todo necesitamos curas que nos recuerden que estamos vivos. Y el lugar que corresponde a los obispos, su obligación irrenunciable en una época que pretende imponer la aritmética parlamentaria sobre la racionalidad ética, es recordarnos que estamos vivos, recordarnos que el aborto es un crimen que atenta contra la misma naturaleza humana. Por mucho que les fastidie a quienes nos quieren ver muertos, mientras segregan jugos gástricos y se relamen de gusto, ante la inminencia de la pitanza.
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