por Juan Manuel de Prada
Tomado de XLsemanal
scribíamos en un artículo anterior que el hombre contemporáneo ha dejado de creer en el pasaje evangélico de la multiplicación de los panes y los peces; en cambio, a ese mismo hombre le dijeron que sus ahorros se multiplicarían por dos, o por veinte, o por doscientos, si los entregaba a un banco de inversiones, ¡y el tío se lo creyó!
Lo cual nos obliga a aceptar que la credulidad del hombre contemporáneo ante los misterios de la economía es de una naturaleza cuasirreligiosa. Y, puesto que sabemos que no se puede servir al mismo tiempo a Dios y las riquezas, hemos de aceptar también que esta fe en los misterios de la economía es de naturaleza demoniaca. No en vano los antiguos situaban a Plutón, el dios de las riquezas, al lado de Hades, en el Averno, allá donde moran los dioses del inframundo; esto es, en el infierno.
La vocación del hombre hacia el misterio es irrefrenable, porque forma parte de su naturaleza; y cuando la naturaleza se reprime o amputa, esa vocación natural se expresa de forma enfermiza. Quitadle al hombre su fe en los misterios divinos y habrá de llenar ese hueco con una fe en los misterios demoniacos. Nuestra época ha ideado multitud de sucedáneos demoniacos –idolatrías– que alivian la amputación infligida al hombre contemporáneo; y entre tales sucedáneos se cuentan la obsesión ideológica y la obsesión económica. La primera es la idolatría propia de los hombres que se creen dioses capaces de organizar el mundo en ausencia de Dios e instaurar un Paraíso en la Tierra; la segunda es una idolatría aún más degenerada, propia de hombres que han aceptado que nunca serán dioses, que nunca podrán instaurar el Paraíso en la Tierra y a quienes, en definitiva, no les resta otra solución que entregarse al más bajo entre los bajos instintos, que es la avaricia, el afán inmoderado de posesión.
Las idolatrías son parodias de la religión; a veces parodias burdas y elementales, a veces sofisticadísimas. La idolatría plutoniana que corrompe nuestra época es de estas últimas; tan abstrusa que el hombre contemporáneo, una vez entregado a ella, constata con perplejidad que no puede entenderla, que su raciocinio no puede abarcar su misterio inextricable (misterio que no es tal, sino un mero timo), por lo que decide confiarse a los sacerdotes de la idolatría, en la confianza ciega de que ellos serán capaces de entenderla. Estos sacerdotes adquieren diversas fisonomías: en tiempos de bonanza, su ministerio lo desempeñan los banqueros y expertos bursátiles; en tiempos de crisis, los gobernantes, que aparecen ante los ojos de los adeptos como mesías o redentores que vienen a poner orden en el caos.
Esa grotesca Cumbre Refundadora del Capitalismo que acaba de celebrarse en Washington, donde los mandatarios del mundo mundialque previamente habían creado el desaguisado se erigen en «salvadores del sistema financiero», ejemplifica a la perfección el grado de locura ciega al que la idolatría plutoniana puede arrastrar a sus adeptos; grado de locura que adquiere ribetes de desquiciamiento si consideramos que, hasta la fecha, la única ‘salvación’ que tales redentores han pergeñado consiste en seguir saqueando los bolsillos de los adeptos, mediante ‘planes de emergencia’ que ayuden a los banqueros, que eran los sacerdotes a cuyo ministerio nos incitaron a confiar nuestros ahorros, en tiempos de bonanza. Pero, como la idolatría plutoniana es una parodia de la religión, se exige a los adeptos que se mantengan firmes en la fe. ¿Fe en qué? En una fantasmagoría. Pues el ídolo que nuestra avaricia venera es el fantasma de un fantasma. El dinero es, por definición, un fantasma, un signo que representa las cosas reales, inventado por los hombres para agilizar el comercio. Si ya es discutible que ese fantasma represente el valor de las cosas reales, ¿cómo calificar nuestra creencia de que ese fantasma pueda ser, a su vez, ordeñado como si fuese una vaca, generando réditos que crezcan indefinidamente? Hasta un espiritista en plena resaca de anisete nos diría que los fantasmas no pueden procrear; pero los sacerdotes de esta idolatría plutoniana han hecho creer al hombre contemporáneo, azuzando su avaricia, que su dinero podía procrear como un conejo. Hoy toda esta fantasmagoría se derrumba; y deja al hombre contemporáneo huero como una nuez vana, a solas con el vacío que ocuparon los misterios demoniacos. No lo llaméis crisis económica; es la crisis de una idolatría.
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