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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

5 de diciembre de 2008

Razones de una conversión



por D. Ramiro de Maeztu

Tomado de Acción Española, Tomo 62-63, pp 6-16, 1 de Octubre de 1934


Los PP. Franciscanos de Paderborn publican, reunidas en interesantísimos volúmenes, las impresiones de ilustres conversos, en que éstos explican el proceso por que han pasado hasta llegar a la fe o hasta acrecentarla y consolidarla definitivamente, cuando no del todo la habían abandonado. Intelectuales preeminentes de Londres, Dublín, Nueva York, Río Janeiro, Oslo, Estocolmo, Amsterdam, Zurich, Berlín, París, Viena, Tokio, Calcuta, &c., han accedido a la petición del «Franciskanerkloster», y esta parte de sus biografías, tan interesante espiritual y culturalmente, ha visto ya, con gran éxito, la luz pública.
Bastaría citar, para acreditar la publicación, los nombres de dos colaboradores egregios: Chesterton y Paul Claudel.
Ni españoles ni italianos había entre ellos, hasta que ahora, requerido por el claustro de Paderborn, Ramiro de Maeztu ocupa su puesto con las siguientes cuartillas que publicamos en
ACCIÓN ESPAÑOLA, al tiempo que se traducen al alemán.
No son propiamente las razones de un converso; son las palabras bien concertadas de un
hombre que, siendo católico, ha sentido un acrecentamiento de fe y un encendimiento de fervores antes desconocidos para él.



o creo que pueda llamarme converso, porque nunca se rompieron del todo los lazos que me unían a la Iglesia. Verdad que con los extravíos de la primera juventud surgieron en mi alma las primeras dudas, y que no me cuidé en muchos años de buscar persona que me las aclarase. Yo me preguntaba por qué Dios creó el diablo, y no podía contestarme satisfactoriamente. También es cierto que en mi vida de escritor, consagrado casi exclusivamente al problema de mi patria española, que fue grande y decayó después, sin que hasta ahora se hayan dilucidado con claridad las razones de su grandeza y de su decadencia, he pensado durante muchos años, y todavía lo pienso en cierto modo, que los españoles de los siglos XVI y XVII habían sacrificado a la gloria de Dios y de la Iglesia los intereses inmediatos de la patria. A pesar de este comienzo de posible conflicto entre mi religión y mi patriotismo, difícilmente se encontrará entre los miles y miles de artículos que en el curso de cuarenta años he publicado en los periódicos algún que otro párrafo contrario a las doctrinas de la Iglesia. En cambio he defendido, siquiera incidentalmente, las ideas y los sentimientos cristianos en todos los períodos de mi vida. Si recuerdo un artículo de 1901 es porque entonces le acometió al pueblo de Madrid uno de los accesos de anticlericalismo que hubo de padecer en el curso del siglo XIX. Varios sucesos concurrieron al éxito de un drama antirreligioso llamado Electra, escrito por Galdós, nuestro gran novelista. Fuí uno de los escritores jóvenes que asaltaron el escenario del teatro Español para aclamar al autor. Mas, para mostrar que mi actitud no se debía a anticlericalismo, sino puramente a respeto literario por Galdós, escribí y publiqué en aquellas semanas el elogio de las jóvenes que preferían la vida del claustro a la del mundo, tesis antagónica a la de Electra.

Si no se rompieron del todo mis lazos con la Iglesia se debe, en parte, a la influencia de tres personas: don Emeterio de Abechuco, párroco de la Iglesia de San Miguel, en Vitoria, donde fuí bautizado, quien me preparó muy especialmente para la primera comunión, haciéndome ir a su casa por las tardes, para explicarme detalladamente los dogmas de la Iglesia. El recuerdo de don Emeterio, altísimo y ascético, huesudo y grave, amigo de los libros y muy caritativo, quedó en mi mente fijo como modelo de rectitud y de bondad. La segunda persona fué una criada guipuzcoana, Magdalena Echevarría, que vivió en nuestra casa cuarenta años; trataba de tú a todos los hermanos y era tratada de usted por nosotros, que la respetábamos como a una segunda madre, porque lo curioso de aquella mujer es que sin haber aprendido a leer y escribir, ni siquiera a hablar bien el castellano, era clarividente en cuestiones de moral, se desvelaba por el honor de la familia, y aunque sólo últimamente he llegado a entender que su genio moral se debía a la intensidad de su vida religiosa, siempre la tuvimos los hermanos por santa o poco menos y nos parecía el prototipo de la abnegación. La tercera, Manuel de Zurutuza, fué un amigo de la primera juventud, en quien admiraba el juicio penetrante y la conducta de caballero cristiano, y que fué la primera persona que me mostró prácticamente la posibilidad de conciliar la inteligencia con la fe. Aquí he de decir que en el último tercio del pasado siglo reinaba en el Norte de España el prejuicio de suponer que las gentes inteligentes eran poco piadosas y las piadosas poco inteligentes. Creo que los recuerdos de estas tres almas creyentes y queridas se hubieran bastado para apartarme de la tentación materialista de negar la existencia del espíritu, pero permanecía alejado de la Iglesia, porque no veía sus remedios para los males de mi patria, y es probable que de no haberme puesto a estudiar filosofía, no hubiera llegado nunca a preguntarme en serio si era católico o no lo era, porque el periodismo es dispersión del alma, y a fuerza de ocuparme cada día de temas episódicos, se me pasaba el tiempo sin reflexionar nunca en los centrales, por lo que habré tardado unos veinte años en buscar el camino que San Agustín hizo de un vuelo en diez minutos.

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