por Miguel Menéndez Piñar
Tomado del Blog de Cabildo
ubo un tiempo de gloria en que la Fe formaba los cimientos de toda milicia y la milicia era la prolongación de una vida consagrada a la Fe. Un tiempo que jamás puede ser exclusivo del pasado y, si así lo fuera, nada valdría el presente y menos aún el futuro que está por venir.
A quien armoniza en su vida la Fe y la milicia es justo llamarle héroe. El heroísmo es la milicia extrema al servicio de la Fe y la esencia de la vocación juvenil que el hombre abraza. Y cuando el héroe, encarnando la Fe en la milicia, entrega la vida y la sangre testimoniando ese compromiso inalterable, decimos que ha pasado a ser mártir. Es entonces cuando culmina, con letras de oro en el libro de la Historia, el paradigma sempiterno del combatiente cristiano.
Ochenta años después, recordamos con profunda emoción, la vida y la obra de Cornelio Zelea Codreanu, maestro y capitán.
Maestro, siendo todavía universitario, de estudiantes y profesores. Predicó a los suyos con la elocuencia propia de quien domina la palabra, porque la palabra le poseía. Nadie como él supo analizar, primero, y dinamitar después, el saqueo judeo-bolchevique en que se vio envuelto el pueblo rumano. Porque no sólo les fueron robados los bolsillos, causa ya justa para levantarse, sino algo más profundo y superior. Les arrebataron la Fe y la Patria, lo más valioso, la Santa Causa por la que el hombre está dispuesto a ofrecer su vida e incluso a batirse hasta el final en el campo de batalla.
Enseñó, por todos los rincones de Rumanía el amor que se debe tributar al semejante, a la familia, a la nación; y sobretodo, amor sin fisuras a Dios. Cumplió, intachablemente, su misión de maestro, alzando la bandera, jamás arriada, de la Verdad, “oportuna e inoportunamente predicada”. La vida de Codreanu, imagen perfecta de su palabra, nos hace llamarle, justamente, héroe. Como consecuencia de su palabra y su vida, fue asesinado, junto con trece de sus legionarios, la noche del treinta de noviembre de mil novecientos treinta y ocho. Justo es, también, llamarle mártir.
Capitán. Capitán Codreanu, al frente de la Legión de San Miguel Arcángel, que él mismo fundó, donde se forjaba la mejor juventud rumana. La Fe era la exigencia necesaria para formar parte de la Guardia de Hierro junto al compromiso militante de aceptar el puesto de mayor abnegación, el más austero y sacrificado, el último y más servicial. Muchas veces, también, el más arriesgado. Supo fundar y ordenar, era, el Capitán, la referencia de todo acto y pensamiento, el líder indiscutible al que tantos siguieron hasta el final. Guía y líder del pueblo, adalid y caudillo con tan pocos años y con tanta jefatura que jóvenes y mayores, obreros y catedráticos, agricultores y abogados, se cuadraban ante él en espera de un consejo, una orden o una consigna.
La Religión frente al paganismo que estaba disolviendo el componente espiritual del hombre y el pueblo. La Patria, amada, ensalzada y defendida, contra el comunismo internacionalista, que mediante las garras de Sión, despedazaba la conciencia nacional y hasta la tierra misma de Rumanía. La verticalidad de cada acto, que tendía a la perfección, pues todo se hacía como ofrecimiento a Dios por el bien de la Patria. Héroe, sí, justamente, “combatiendo los nobles combates de la Fe” que nos describiera San Pablo. Héroe, pues la exigencia de ese espíritu empezaba por él mismo. Héroe, forjador de héroes cristianos y combatientes, y por eso le mataron. Es de justicia, otra vez, llamarle mártir.
Habiendo pasado ochenta años de su martirio se sigue escuchando sus férreas palabras, en forma de arenga, que con el eco poético de su admirable vida nos sigue repitiendo: “antes que nuestros cuerpos se consuman y se agote nuestra sangre es preferible morir en los montes peleando por nuestra Fe”.
Tomado del Blog de Cabildo
ubo un tiempo de gloria en que la Fe formaba los cimientos de toda milicia y la milicia era la prolongación de una vida consagrada a la Fe. Un tiempo que jamás puede ser exclusivo del pasado y, si así lo fuera, nada valdría el presente y menos aún el futuro que está por venir.
A quien armoniza en su vida la Fe y la milicia es justo llamarle héroe. El heroísmo es la milicia extrema al servicio de la Fe y la esencia de la vocación juvenil que el hombre abraza. Y cuando el héroe, encarnando la Fe en la milicia, entrega la vida y la sangre testimoniando ese compromiso inalterable, decimos que ha pasado a ser mártir. Es entonces cuando culmina, con letras de oro en el libro de la Historia, el paradigma sempiterno del combatiente cristiano.
Ochenta años después, recordamos con profunda emoción, la vida y la obra de Cornelio Zelea Codreanu, maestro y capitán.
Maestro, siendo todavía universitario, de estudiantes y profesores. Predicó a los suyos con la elocuencia propia de quien domina la palabra, porque la palabra le poseía. Nadie como él supo analizar, primero, y dinamitar después, el saqueo judeo-bolchevique en que se vio envuelto el pueblo rumano. Porque no sólo les fueron robados los bolsillos, causa ya justa para levantarse, sino algo más profundo y superior. Les arrebataron la Fe y la Patria, lo más valioso, la Santa Causa por la que el hombre está dispuesto a ofrecer su vida e incluso a batirse hasta el final en el campo de batalla.
Enseñó, por todos los rincones de Rumanía el amor que se debe tributar al semejante, a la familia, a la nación; y sobretodo, amor sin fisuras a Dios. Cumplió, intachablemente, su misión de maestro, alzando la bandera, jamás arriada, de la Verdad, “oportuna e inoportunamente predicada”. La vida de Codreanu, imagen perfecta de su palabra, nos hace llamarle, justamente, héroe. Como consecuencia de su palabra y su vida, fue asesinado, junto con trece de sus legionarios, la noche del treinta de noviembre de mil novecientos treinta y ocho. Justo es, también, llamarle mártir.
Capitán. Capitán Codreanu, al frente de la Legión de San Miguel Arcángel, que él mismo fundó, donde se forjaba la mejor juventud rumana. La Fe era la exigencia necesaria para formar parte de la Guardia de Hierro junto al compromiso militante de aceptar el puesto de mayor abnegación, el más austero y sacrificado, el último y más servicial. Muchas veces, también, el más arriesgado. Supo fundar y ordenar, era, el Capitán, la referencia de todo acto y pensamiento, el líder indiscutible al que tantos siguieron hasta el final. Guía y líder del pueblo, adalid y caudillo con tan pocos años y con tanta jefatura que jóvenes y mayores, obreros y catedráticos, agricultores y abogados, se cuadraban ante él en espera de un consejo, una orden o una consigna.
La Religión frente al paganismo que estaba disolviendo el componente espiritual del hombre y el pueblo. La Patria, amada, ensalzada y defendida, contra el comunismo internacionalista, que mediante las garras de Sión, despedazaba la conciencia nacional y hasta la tierra misma de Rumanía. La verticalidad de cada acto, que tendía a la perfección, pues todo se hacía como ofrecimiento a Dios por el bien de la Patria. Héroe, sí, justamente, “combatiendo los nobles combates de la Fe” que nos describiera San Pablo. Héroe, pues la exigencia de ese espíritu empezaba por él mismo. Héroe, forjador de héroes cristianos y combatientes, y por eso le mataron. Es de justicia, otra vez, llamarle mártir.
Habiendo pasado ochenta años de su martirio se sigue escuchando sus férreas palabras, en forma de arenga, que con el eco poético de su admirable vida nos sigue repitiendo: “antes que nuestros cuerpos se consuman y se agote nuestra sangre es preferible morir en los montes peleando por nuestra Fe”.
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