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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

24 de enero de 2009

Cartas a un escéptico en materia de religión


Por Jaime Balmes

Enviado por María Luz López Pérez

Carta VI

La transición social.

Postración de un espíritu escéptico. Examínase si la transición es característica de nuestra época. Pruebas históricas de que es general a todos los tiempos. Examínase si el progreso es la ley de las sociedades. Admítese este principio, pero con alguna restricción. La civilización antigua y la moderna. Nuestros males no son tantos como los de otros tiempos. Causas que contribuyen a abultarlos. El cristianismo nada tiene que temer de las transiciones sociales.


i apreciado amigo: Si no tuviera otras pruebas de la verdad que se encierra en aquella doctrina de los católicos de que la fe es un don de Dios, no me inclinaría poco a tenerla por cierta la experiencia de lo que he visto en V. y otros que han tenido la desgracia de apartarse de la fe de sus mayores. Disputan, escuchan, al parecer con docilidad, hacen concebir las mayores esperanzas de que van a rendirse a la evidencia de los argumentos con que se los apremia, pero al fin salen con un frío qué sé yo, que hiela la sangre, y disipa de un golpe todas las ilusiones del fiel que estaba anhelando el momento de ver entrar en el redil la oveja extraviada. Así lo hace V. en su última; nada tiene que objetarme a lo que he dicho sobre la sangre de los mártires, confiesa que ninguna religión puede presentar un argumento semejante, manifiéstase satisfecho del contenido de mis anteriores con respecto a los varios puntos que formaban el objeto de sus dudas; y, cuando me saltaba el corazón de alegría pensando que iba V. a decidirse, no diré a entrar de nuevo en el número de los creyentes, pero sí a engolfarse más y más en la discusión con el deseo de hallar definitivamente la verdad, me encuentro con la desolante cláusula que me ha llenado de una profunda tristeza. «¿Qué sabemos nosotros, dice V. con un abatimiento que me penetra el corazón, qué sabemos nosotros? ¡El hombre es tan poca cosa!... Volvemos la vista en derredor, y no vemos más que tinieblas. ¿Quién sabe dónde está la verdad? ¿quién sabe lo que será con el tiempo de esa fe, de esa Iglesia, que V. cree que ha de durar hasta la consumación de los siglos? Yo no desprecio la religión, veo que el catolicismo es un hecho tan grande que no acierto a explicarle por causas ordinarias; V. apela a la historia, usted me apremia a que le cite algo de semejante; ya le he dicho otras veces que no me agrada atrincherarme en impotentes negativas, que no me gusta resistirme a la evidencia de los hechos; pero ¿qué quiere V. que le diga? No puedo creer. Estoy contemplando la sociedad actual, y me parece que su inquietud está dando indicios de que el mundo se halla en vísperas de acontecimientos colosales; con una revolución intelectual y moral debe inaugurarse indudablemente la nueva era, y entonces quizás se aclare un tanto ese negro horizonte donde nada se descubre sino error e incertidumbre. Dejemos que transcurra esa época de transición, que tal vez nuevos tiempos nos descifrarán el enigma.»

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