La Monarquía Tradicional
as profecías verdaderas, en la medida que se cumple el tiempo del vaticinio, aclaran cada vez más su contenido, y resulta relativamente fácil —aún para el que no está dotado de carisma profético— advertir los signos del tiempo. Raoul Auclair explicaba la última etapa del sueño de Nabucodonosor interpretado por Daniel, como el período histórico correspondiente al auge de los pueblos cristianos sucesores de Roma y cuya organización política sufría las consecuencias de estar asentadas sobre la frágil arcilla de la predicación evangélica.¿Cuántos podían ser estos pueblos? ¿Cuáles sus respectivas misiones? Dos preguntas que la profecía de Daniel no responde. No obstante, el número diez —que corresponde a los dedos de los pies del Coloso— tanto puede significar que se trata de diez pueblos o que es una cifra convencional, acabada y perfecta, para señalar sin pretensiones de exactitud, su pluralidad.
Auclair asegura que se trata, en su primer momento, de diez pueblos bárbaros: Hérulos, Longobardos, Francos, Burgundios, Visigodos, Alamanes, Suevos, Sajones, Ostrogodos y Vándalos, sin mencionar ninguno de aquellos que, asentados en el espacio geográfico del Imperio, recibieron el impacto de las invasiones. Estos diez pueblos —siempre en la interpretación de Auclair— dieron nacimiento a las diez naciones que designa, un poco arbitrariamente, como Francia, Alemania, Gran Bretaña, Italia, Iberia, Países Bajos, Escandinavia, Europa Central, los Balcanes y Rusia.
Creo que el número diez señala una cifra perfecta en el lenguaje simbólico de la tradición, y resulta un poco innecesario pretender un balance perfecto. Todavía más difícil sería hacer un examen histórico de las misiones que cada uno de estos pueblos ha tenido en la órbita de la cristiandad. Habría que investigar con gran cuidado el papel cumplido por cada uno de ellos, y luego la tentación propia que los ha separado de su cometido religioso, porque es esa tentación la que revela, negativamente, el carácter de la misión abandonada.
Se dice que la Germania tuvo a su cargo la conservación del orden imperial, e indudablemente esta vocación aparece como una constante en la historia de los pueblos que la constituyen, pero sin desconocer que, en uno de sus momentos más brillantes, fue la nación Ibérica la encargada de luchar por la unidad de los cristianos y llevar el Evangelio al Nuevo Mundo, que ella misma había descubierto. Conviene recordar también, para aquellos que hacen del olvido un cómodo motivo de bienestar, que el soldado alemán fue el último que tuvo Europa, no importa que el Santo Imperio Romano Germánico de Occidente había perdido casi por completo las luces de la fe religiosa, le quedaba el espíritu militar y la vocación de defender el «limes» contra las hordas rojas.
Nos llevaría demasiado tiempo examinar uno por uno el carácter misional de los distintos pueblos integrantes de nuestra civilización y, luego de considerar los extraños laberintos en donde habrían perdido esa vocación, estudiar lo que quedó de ella en los cambios padecidos. Dejamos esta tarea para otra oportunidad, y consideraremos un momento la naturaleza de las monarquías tradicionales a la única luz que nos permite advertir su sentido y apreciar el valor simbólico de la reyecía.
Los reinos terrestres son una réplica imperfecta de la mística ciudad de Dios, donde reinará Jesucristo —Rey y Sacerdote— por los siglos de los siglos. La pirámide de las potestades tradicionales evoca, a su medida, la jerarquía celeste. La representación simbólica quiere que en la cúspide se encuentre el rey de los reyes, cuyo título imperial fue de herencia romana. Tanto el Emperador como los reyes que lo reconocieron como tal, gobiernan en nombre de Dios y reciben, en todos los casos, una consagración semejante a la episcopal, pero con el valor de un sacramental, no de un sacramento.
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