Capítulo 13
Graffitti
ALIENDO al atrio, una mañana don Camilo vio que, durante la noche, alguien había escrito en rojo sobre el muro cándido de la casa parroquial un "Don Camalo" (que, en dialecto genovés significa estibador de puerto, y por extensión, hombre zafio, ordinario), de una altura de medio metro.
Don Camilo, con un balde de cal y una brocha se empeñó en tapar la escritura, pero el color era de anilina y cubrir con cal la anilina es como invitarla a unas bodas: siempre aparece a la superficie aunque la capa tenga tres dedos de espesor. En vista de ello, don Camilo se proveyó de un raspador y empleó media jornada de trabajo en borrar la leyenda.
Se presentó después al Cristo del altar, blanco como un molinero, pero con un humor negro.
–Si me entero de quien ha sido. – dijo – le doy tal paliza que el palo se vuelve estopa.
–No dramatices, don Camilo. – le aconsejó el Cristo – Es cosa de muchachones. Al fin y al cabo no te han dicho nada grave.
–No está bien llamar estibador a un sacerdote – protestó don Camilo – Además, es un apodo acertado y si la gente descubre esto, me lo pega en la espalda por toda la vida.
–Tienes buena espalda, don Camilo – lo consoló el Cristo sonriendo – Yo no la tenía como la tuya y debí llevar la cruz; sin embargo no he apaleado a nadie.
Don Camilo dijo que el Cristo tenía razón, pero no estaba convencido del todo, y por la noche, en vez de ir a la cama, se escondió en un sitio bien disimulado y aguardó pacientemente. Hacia las dos de la madrugada apareció en el atrio un sujeto que, poniendo un balde en el suelo, se puso cautelosamente a trabajar de pintor en el muro de la casa parroquial, Don Camilo no lo dejó terminar siquiera la D, y encajándole el balde en la cabeza, lo largó zumbando con un fulminante puntapié.
El color de la anilina es terrible, y Jigote (uno de los hombres de choque de Peppone), que había recibido la ducha de tinta en la cabeza, debió permanecer tres días encerrado en su casa, fregándose la cara con todos los solventes del universo; pero alguna vez debió salir para ir a su trabajo. El hecho ya se había divulgado y le aplicaron enseguida el apodo de Pielroja. Como don Camilo soplaba en el fuego, la rabia hacía que el pobre Jigote, de rojo se pusiera verde. Hasta que una noche, don Camilo, regresando de una visita hecha al médico, advirtió que alguien le había embadurnado con inmundicias la manija de la puerta; pero lo advirtió demasiado tarde. Entonces sin más dilación salió en busca de Jigote, a quien pescó en la hostería, y con una bofetada capaz de nublarle la vista a un elefante, le plantó en la cara el barniz de la manija. Naturalmente, estas cosas resbalan enseguida al campo político, y como Jigote estaba en compañía de cinco o seis de los suyos, don Camilo se vio precisado a echar mano a un banco.
Esa misma noche un desconocido le dio una serenata a don Camilo arrojando un petardo en la puerta de su casa.
Los seis que habían sido cepillados por el banco de don Camilo reventaban de rabia y en la hostería gritaban como endemoniados y poco había faltado para que estallase un incendio. La gente estaba preocupada.
Así fue como una mañana don Camilo debió ir urgentemente a la ciudad porque el obispo quería hablarle.
El obispo era viejo y encorvado, y para mirarle la cara a don Camilo tenía que levantar la cabeza.
–Don Camilo – dijo el obispo – tú estás enfermo. Tienes necesidad de pasarte tranquilo unos meses en un lindo pueblecito de la montaña. Sí, sí; ha muerto el cura de Puntarroja y por tanto haces un viaje y dos servicios: me reorganizas bien la parroquia y recuperas la salud. Luego vuelves fresco como una rosa. Te sustituirá don Pedro, un mozo que no te causará ninguna molestia. ¿Estás contento, don Camilo?
–No, monseñor, pero partiré cuando monseñor ordene.
–Bravo – repuso el obispo – Tu disciplina es tanto más meritoria cuanto que aceptas sin discutir una cosa que no te agrada.
Don Camilo, con un balde de cal y una brocha se empeñó en tapar la escritura, pero el color era de anilina y cubrir con cal la anilina es como invitarla a unas bodas: siempre aparece a la superficie aunque la capa tenga tres dedos de espesor. En vista de ello, don Camilo se proveyó de un raspador y empleó media jornada de trabajo en borrar la leyenda.
Se presentó después al Cristo del altar, blanco como un molinero, pero con un humor negro.
–Si me entero de quien ha sido. – dijo – le doy tal paliza que el palo se vuelve estopa.
–No dramatices, don Camilo. – le aconsejó el Cristo – Es cosa de muchachones. Al fin y al cabo no te han dicho nada grave.
–No está bien llamar estibador a un sacerdote – protestó don Camilo – Además, es un apodo acertado y si la gente descubre esto, me lo pega en la espalda por toda la vida.
–Tienes buena espalda, don Camilo – lo consoló el Cristo sonriendo – Yo no la tenía como la tuya y debí llevar la cruz; sin embargo no he apaleado a nadie.
Don Camilo dijo que el Cristo tenía razón, pero no estaba convencido del todo, y por la noche, en vez de ir a la cama, se escondió en un sitio bien disimulado y aguardó pacientemente. Hacia las dos de la madrugada apareció en el atrio un sujeto que, poniendo un balde en el suelo, se puso cautelosamente a trabajar de pintor en el muro de la casa parroquial, Don Camilo no lo dejó terminar siquiera la D, y encajándole el balde en la cabeza, lo largó zumbando con un fulminante puntapié.
El color de la anilina es terrible, y Jigote (uno de los hombres de choque de Peppone), que había recibido la ducha de tinta en la cabeza, debió permanecer tres días encerrado en su casa, fregándose la cara con todos los solventes del universo; pero alguna vez debió salir para ir a su trabajo. El hecho ya se había divulgado y le aplicaron enseguida el apodo de Pielroja. Como don Camilo soplaba en el fuego, la rabia hacía que el pobre Jigote, de rojo se pusiera verde. Hasta que una noche, don Camilo, regresando de una visita hecha al médico, advirtió que alguien le había embadurnado con inmundicias la manija de la puerta; pero lo advirtió demasiado tarde. Entonces sin más dilación salió en busca de Jigote, a quien pescó en la hostería, y con una bofetada capaz de nublarle la vista a un elefante, le plantó en la cara el barniz de la manija. Naturalmente, estas cosas resbalan enseguida al campo político, y como Jigote estaba en compañía de cinco o seis de los suyos, don Camilo se vio precisado a echar mano a un banco.
Esa misma noche un desconocido le dio una serenata a don Camilo arrojando un petardo en la puerta de su casa.
Los seis que habían sido cepillados por el banco de don Camilo reventaban de rabia y en la hostería gritaban como endemoniados y poco había faltado para que estallase un incendio. La gente estaba preocupada.
Así fue como una mañana don Camilo debió ir urgentemente a la ciudad porque el obispo quería hablarle.
El obispo era viejo y encorvado, y para mirarle la cara a don Camilo tenía que levantar la cabeza.
–Don Camilo – dijo el obispo – tú estás enfermo. Tienes necesidad de pasarte tranquilo unos meses en un lindo pueblecito de la montaña. Sí, sí; ha muerto el cura de Puntarroja y por tanto haces un viaje y dos servicios: me reorganizas bien la parroquia y recuperas la salud. Luego vuelves fresco como una rosa. Te sustituirá don Pedro, un mozo que no te causará ninguna molestia. ¿Estás contento, don Camilo?
–No, monseñor, pero partiré cuando monseñor ordene.
–Bravo – repuso el obispo – Tu disciplina es tanto más meritoria cuanto que aceptas sin discutir una cosa que no te agrada.
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