por Juan Manuel de Prada
Tomado de ABC
l suroeste de la Umbría, encaramada sobre un abrupto promontorio de toba, se halla Orvieto, la ciudad más hermosa del orbe. A Orvieto el viajero sube en funicular desde la verdeante llanura; y apenas ha pisado sus calles angostas, lo sacude la impresión de hallarse en un mundo que ha dimitido de los relojes. El viajero se extravía entre casas menestrales y palacios desmigajados por la herrumbre de los siglos, entre iglesias florecidas de líquenes y campanarios que se asoman al vértigo de las escarpaduras, susurrando una letanía que exorciza el riesgo de derrumbe. Todo Orvieto está construido con la misma piedra toba del promontorio sobre el que se erige; y a la luz del atardecer el color terroso de la toba se incendia hasta tornarse incandescente, llenando las callejuelas más sombrías de un resplandor ambarino. El viajero prosigue su paseo sin rumbo hasta que, allá al fondo, vislumbra, coronado de vencejos, un alto acantilado de piedra sobre el que se estrella con estrépito el crepúsculo.
Es la fachada de la catedral de Orvieto, cuyos mosaicos enceguecen al mismo sol, cuyas agujas arañan el vientre de las nubes, cuyos bajorrelieves ilustran, en un tumulto de formas serpenteantes, la historia de la Salvación. Las altísimas naves de la catedral están erigidas con hileras alternas de mármol y basalto; en su interior, apenas se cuela una luz exangüe que parece amedrentada por la vastedad del lugar. En una capilla lateral se guarda el tesoro más precioso de Orvieto, el más intimidante también. Son los frescos de Luca Signorelli, realizados en el gozne de los siglos XV y XVI, que representan con apabullante majestad y abigarrado dinamismo escenas del Apocalipsis. Allá en el techo de la capilla, Cristo preside desde su cielo teológico el Juicio Universal, escoltado por una cohorte de vírgenes y mártires, apóstoles y patriarcas. En las paredes de la capilla se suceden los prodigios de los Últimos Tiempos: asistimos, bajo un cielo teñido de sangre y sobrevolado de ángeles que derraman fuego, al pánico de una multitud que no ha desoído las advertencias de los profetas; asistimos, bajo una luz de alborada, a la resurrección perpleja y primaveral de la carne; asistimos al dramático y hormigueante aquelarre de los condenados, sobre los que se abalanzan, como buitres sobre la carroña, demonios verdosos y azulencos de alas membranosas; asistimos, bajo una lluvia de flores, a la coronación de los bienaventurados, a quienes guían en su ascenso a la Jerusalén celeste ángeles que tañen arpas y laúdes. Pero estas escenas palidecen ante la más enigmática y ominosa de todas ellas, en la que contemplamos la predicación de un hombre, elevado sobre un pedestal de adoración, en cuyo derredor se apiña una multitud que le ofrenda cuanto posee y lo escucha entre arrobada y confusa.
¿Quién es ese hombre misterioso? A simple vista parece Jesucristo, con su rostro barbado y su apostura mesiánica; pero entonces el viajero repara en la figura de Satanás, bella y artera, que le susurra insidias al oído y le desliza amorosamente un brazo cómplice bajo su manto. Y a la memoria del viajero acude entonces aquella terrible reflexión del cardenal Newman: nadie se parecerá tanto al Hijo de Dios como el hombre de iniquidad que embaucará al mundo con sus engañosos portentos, trayendo una paz y una prosperidad impías, amasadas con la sangre de los últimos mártires; nadie se parecerá tanto al Mesías como el falso mesías que aparecerá hacia el final de los tiempos. El viajero comprende entonces que ese hombre que Signorelli ha pintado con rasgos que recuerdan a los de Cristo es en realidad el Anticristo; y, mientras el horror se derrama en su sangre, abandona la catedral. Afuera, los vencejos chillan despavoridos, el sol se encoge entre nubarrones y los primeros truenos de la tormenta tiñen con un velo de ceniza el resplandor ambarino de Orvieto, la ciudad más hermosa del orbe.
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