En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Excelencias, queridos sacerdotes, queridos ordenandos, queridos fieles:
Nos alegra mucho recibir hoy de la misericordia divina, y al mismo tiempo poder dar a la Fraternidad y a la Iglesia, estos nuevos sacerdotes y diáconos, en el comienzo de este año que el Santo Padre quiere que sea un año sacerdotal. Durante este año toda la Iglesia va a rezar por los sacerdotes, por buenos y santos sacerdotes. Y nos parece difícil no ver una atención, una sonrisa de la Divina Providencia, el hecho que el mismo día designado por el Papa como inicio de este año sacerdotal, ese primer día, Mons. Tissier pudo ordenar trece sacerdotes en Estados Unidos. Si Dios quiere, hasta el fin de este año, serán 27 los sacerdotes ordenados para la Fraternidad, y un poco más de treinta en total, incluyendo a los sacerdotes de las congregaciones amigas. Sí, es una gran alegría poder recibir estos sacerdotes, sobre todo cuando se mira la necesidad en la que se encuentra la Iglesia; cuando se piensa que nosotros, pequeña Fraternidad, casi llegamos a treinta sacerdotes este año, mientras que países que antes eran católicos, como Francia o Alemania, no llegan a cien.
Estamos realmente sorprendidos por el alboroto generado por estas ordenaciones, mientras se ve a tantas almas sufrir, morir de hambre espiritual por no tener sacerdotes que les comuniquen la fe y la gracia que necesitan para vivir y salvarse. Siempre lo hemos dicho: después del decreto sobre las excomuniones apareció una nueva situación intermedia, y por tanto necesariamente imperfecta. Así, pues, exigir de repente una perfección canónica se parece a un médico, que tras haber aplicado un yeso a una pierna rota de una persona, le pida que corra seguidamente una carrera de cien metros. También nos conduce a pensar en mezquindad de quien, observando una mancha sobre el uniforme del soldado que está en medio del combate, se creería con deber de expresar su estupefacción… Aunque estos ejemplos expresan cierta imperfección canónica, estimamos que, ante Dios, siguiendo a Monseñor Lefebvre, estos actos están perfectamente justificados por la situación en la que se encuentra la Iglesia. También se justifican por las injusticias que hubo al inicio de esta situación, como la supresión injusta de la Fraternidad, la cual seguimos considerando como existente. Sí, queridos fieles.
Esta ceremonia tiene lugar el día de la fiesta de San Pedro y San Pablo. Y la colecta de hoy alude en esta fiesta no sólo al martirio de San Pedro y San Pablo sino también al comienzo de la Iglesia, su “exordium”. Se puede decir el comienzo de la Iglesia romana. Fue cimentada ahí. Es bastante extraordinario ver en el Evangelio de hoy cómo Nuestro Señor quiso ligar la institución del Vicario de Cristo, piedra sobre la que está fundada la Iglesia de Cristo, a la profesión de la fe en la divinidad de Nuestro Señor. Nuestro Señor instituye el Papado inmediatamente después de la primera confesión de Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Es verdad que de la divinidad de Nuestro Señor deriva todo lo que sigue en la Iglesia, para la Iglesia: el Papa, los obispos y los sacerdotes. Todo deriva de la divinidad de Nuestro Señor. Sí. Nuestro Señor es Dios según la realidad objetiva, no por un simple deseo de los hombre, una proyección de no sé qué… No. Se trata de la realidad objetiva del Verbo de Dios, segunda Persona de la Santísima Trinidad. Verdadero Dios, eterno, todopoderoso, encarnado, hecho carne. Todo deriva de eso, de la divinidad de Jesús. La diferencia esencial que vemos entre la Iglesia católica y las otras religiones se encuentra en su fundador, que es Dios, que no sólo nos permite sino que nos obliga a declarar esta esencia divina de la Iglesia. Es verdad, ella tiene un elemento material humano, está formada por hombres, pero esencialmente es divina, por su fundador, por su fin, por sus medios que vienen de Dios y conducen a Dios, que son los únicos que pueden efectivamente llevar a Dios y al cielo.
Sí, vemos en el Papa al Vicario de Cristo. Si reconocemos en él el poder supremo, plenario, inmediato sobre todos los fieles y sobre todos los miembros de la Iglesia, es precisamente porque es el Vicario de Cristo, Jesús sobre la tierra. Saludamos al sacerdote porque en él vemos a Jesús. El sacerdote, conforme al dicho, es “otro Jesús”. Si Jesús no fuese Dios, ese dicho tal vez tendría cierto valor, pero no tendría el valor que le da la Iglesia católica, el valor que le da Dios. Elegido entre los hombres, elevado por sobre los hombres para servir a los intereses divinos: he aquí al sacerdote. En el Nuevo Testamento existe un único Sacerdote, el Sumo Sacerdote: Nuestro Señor Jesucristo. Encontramos el origen del Sacerdocio de Nuestro Señor Jesucristo en esa unión inefable en su Persona de dos naturalezas, humana y divina. Esa unión lo hace intermediario, Mediador entre Dios y los hombres. Siendo hombre, puede hablar a Dios en el nombre de los hombres. Siendo Dios, habla y trae a los hombres los beneficios, la misericordia, los mandamientos divinos.
Nuestro Señor es enviado por su Padre a este mundo caído, este mundo que desde sus comienzos rompió la amistad con Dios. “Dios ha amado tanto a los hombres que les ha dado, entregado a su Hijo”. Esta misión del Hijo, que se ve en la Encarnación, es la de salvar. Su nombre es Jesús: Salvador. Nuestro Señor va a realizar esta salvación con un acto inaudito, sobrecogedor: su Pasión. Él, siendo el Inocente, la misma Santidad, va a sufrir, a ser maltratado, azotado, rechazado, clavado en la cruz. Va a morir sobre este madero abominable para salvarnos. “Propter nos homines et propter nostram salutem”: “Por nosotros los hombres, y por nuestra salvación, bajó de los cielos”. La misión de Nuestro Señor es salvar. Salvar porque los hombres no pueden salvarse. Despojados de todo, caídos, ya no pueden reparar los puentes rotos con el cielo. El único“pontifex”, el único que va a reparar este puente, es Nuestro Señor, “único nombre dado bajo el cielo que nos puede salvar”, como dice San Pedro, el primer Papa, a sus compatriotas, en el comienzo mismo de la Iglesia. Nuestro Señor resucitó, probando así su divinidad, por si fuera necesario. No es una imaginación de los hombres, no es una proyección de la piedad de ellos, es una realidad objetiva. Es Dios, verdadero Dios. Y sube al cielo.
Por una disposición, quisiéramos decir, por una audacia inefable, Dios se va a atrever a encomendar su misión salvífica a sus criaturas. Nuestro Señor quiso asociar la Iglesia a la misión que sólo Él puede realizar. Quiso asociar la Iglesia, su Iglesia, y en esta Iglesia, particular y principalmente al sacerdote. No es una simple delegación de poder. Nuestro Señor envía a sus Apóstoles diciéndoles:“Todo poder me ha sido dado sobre el cielo y la tierra. Id. Los envío, a todas las naciones. Los que creyeren y fueren bautizados serán salvados. Los que no creyeren se condenarán”. Se podría ver en eso una delegación de poder, pero es mucho más. Porque, ya lo hemos dicho, en el Nuevo Testamento existe un único Sacerdote: Nuestro Señor. Los sacerdotes que Él elige para sí son realmente sacerdotes por una participación formal en su propio sacerdocio. El carácter que va a ser impreso en ustedes por esta ordenación sacerdotal de hoy —que les hace sacerdotes para siempre, con este sello indisoluble, que marca su alma, que la transforma para la eternidad—, es una participación en la unión hipostática, es decir, a lo que hace Sacerdote a Nuestro Señor, y que los convierte en sus instrumentos privilegiados. Cada vez que ustedes realicen un acto sacerdotal, lo harán como instrumento. El efecto operado no puede venir sino de Dios. Infundir la gracia en un alma —gracia que es una participación de la naturaleza divina, de la vida divina—, no puede ser hecho sino por Dios. Nuestro Señor lo quiere hacer a través de sus ministros, que son sus instrumentos, unidos a Él de una manera que supera todo lo que se puede observar en las criaturas. No existe otro ejemplo al que se pueda comparar.
La obsesión del sacerdote debe ser salvar las almas. Nada puede anteponerse, ya que es la obsesión de Nuestro Señor: Arder de prender el fuego de la caridad en las almas; arder de sacar a las almas de su miseria para llevarlas a Dios. Sí. Quien lleva las almas a la misericordia y la esperanza de Dios es el sacerdote. Y Dios sabe si hoy en día se necesita, si existe la miseria y la desesperación en los hombres de hoy. Es el único que puede verdaderamente, efectivamente, remediar la miseria más terrible que es la del pecado, del alejamiento de Dios, y de la desesperación de las almas que, espantadas por su miseria, abandonaron la esperanza de poder salir adelante. Sólo el sacerdote puede traer esta esperanza.
Sí. Dios conoce todas las almas. Sobre la cruz Dios ha pagado por todas las almas, por todos los pecados de todos los hombres. Pagó el precio de la salvación. Al sacerdote le toca llevar a las almas este precio, esta gracia. Es muy importante para el sacerdote saber desaparecer y dejar aparecer a Nuestro Señor Jesucristo, y así ayudar a esas pobres almas para que ya no vean a un hombre sino a Jesús.
Amén.
+ Bernard Fellay
Ecône, 29 de junio de 2009
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