por S.E.R. Cardenal Rafael Merry del Val
Capítulo X
PIO X Y LA MÚSICA
El Papa Pío X amaba la música, para la que poseía un talento natural; está fuera de duda. Se las había arreglado para adquirir un amplio conocimiento del tecnicismo de este arte, y el hecho de haberlo logrado en el curso de una vida tan ocupada, es prueba clarísima de que estaba especialmente dotado para ello, ya que los deberes absorbentes de su ministerio apenas si le dejaban un momento libre para cultivar esta afición.
No creo que muchas personas sean capaces de comprender el enorme sacrificio que supone para un sacerdote el ver interrumpido, por su vocación, el goce de escuchar música verdaderamente buena. Estoy seguro de que el Santo Padre experimentaba hondamente esta pérdida, aunque con toda probabilidad no se detenía a considerarla mucho más que otras renuncias que voluntariamente se había impuesto en servicio de su Divino Maestro.
Música mala y ruidosa, dentro y fuera de la iglesia, estuvo, evidentemente, obligado a oírla todos los días de su vida, por eso es más notable que, a pesar de ello, conservara un gusto exquisito y una marcada preferencia por el gran estilo de composición musical, tanto sagrada como profana. Recuerdo muy bien lo intensamente que disfrutó en una ocasión escuchando el gran oratorio de Perossi El juicio final, que, a petición suya, fue ejecutado bajo la dirección personal de su autor en la Sala Regia. Cómo comentaba los inspirados trozos de los textos litúrgicos y la riqueza de las partes orquestales, sin dejar de apuntar las cualidades o deficiencias observadas aquí y allá, bien en la composición misma o en los cantores.
Todavía experimentó un placer mayor con el grandioso canto de varios centenares de voces durante la solemne Misa Pontifical cantada en San Pedro con motivo del centenario del gran San Gregorio; muchos recordarán emocionados aquel día inolvidable.
No estaría en relación con los límites reducidos de este breve ensayo el aludir detalladamente a los esfuerzos desplegados por Pío X para restablecer la música sacra conforme a las buenas tradiciones y al espíritu de la Iglesia católica. Sería, por otra parte, superfluo, ya que sus públicas manifestaciones e instrucciones sobre esta materia han sido ampliamente divulgadas y se han publicado muchos escritos haciendo resaltar su importancia. No puedo dejar de mencionar, sin embargo, algunas de sus ideas y orientaciones sobre este punto, tanto más cuanto que tuve ocasión de comprobarlas personalmente.
En éste como en otros aspectos, el ideal de su vida inspiraba sus opiniones y dirigía sus actividades. Gustaba de la buena música en general; pero, naturalmente, le interesaba con preferencia la música sacra. Insistía una y otra vez en su deseo de adoptar lo mejor, y esto a sus ojos sólo podía constituirlo la música verdaderamente sagrada y eminentemente "artística", en armonía con la liturgia de la Iglesia y la genuina expresión de los sentimientos inspirados por la fe.Mantenía el criterio de que la música debía ser precioso auxiliar de la devoción. Haciendo muchas veces caso omiso de la belleza innata de aquélla, decía que estaba fuera de lugar si, en vez de elevar el alma al Señor como medio y ayuda de la oración, adquiría excesiva importancia y abandonaba su carácter secundario de elemento conducente al supremo objeto del culto: levantar las mentes y los corazones a Dios.
Sostenía firmemente el principio de que si la música debe rendir tributo de alabanza a Dios, no habrá de ser de calidad deficiente, y que había que tratar de producir la mejor. Por otra parte, comprendía perfectamente que, para poder lograr una reforma definitiva de la música eclesiástica, no bastaban las medidas puramente disciplinarias por rigurosas que fueran. Resulta imposible forzar el gusto por un estilo determinado donde éste no puede ser entendido ni apreciado, y el gusto ha de ser gradualmente educado si quieren lograrse resultados positivos y duraderos.
Estos eran los puntos de vista del Santo Padre, que expresaba frecuentemente en mi presencia. Pero no había pequeñez alguna de espíritu en las ideas que sobre la música sacra, susceptible de ser aceptada, poseía Pío X. No rechazaba en modo alguno las peculiaridades locales o nacionales, muchas de las cuales admiraba francamente, siempre que —decía— "los principios fundamentales de su carácter y gravedad estrictamente religiosas fueran observados con todo rigor, y si fuere necesario, mediante una cuidadosa adaptación."Ni tampoco pretendía prohibir el empleo de música polifónica en las iglesias. Acogía favorablemente los trabajos realmente buenos de los modernos compositores, aunque exigía que se limitaran a las normas prescritas y que la música constituyera una especie de derivación o eco del canto llano.
Me acuerdo de un comentario que hizo al conocer el deseo de algunos reformadores extremistas que querían desterrar de nuestras iglesias todo lo que no fuera simplemente el canto gregoriano; lo calificaba de ser un capricho exagerado: "Sería igual que si yo desechara los cuadros más bellos y clásicos de la "Madonna" bajo el pretexto de que el único modelo aceptable es la representación más antigua y primitiva de la Virgen María que ha llegado a nuestros días, tal como aparece en las catacumbas de Santa Priscilla."Esto nos conduciría a proscribir las obras maestras del arte religioso y de la pintura verdaderamente inspirada. No queremos cuadros profanos de Nuestra Señora, ni imágenes carentes de devoción hechas por nuestros modernos artistas; pero tampoco sería razonable afirmar que únicamente los cuadros antiguos llenan las condiciones requeridas por la religión y por una auténtica belleza artística. Pues lo mismo sucede con la música religiosa."
Con frecuencia manifestaba su contrariedad de que no se concediera mayor importancia a una costumbre que ayudaba positivamente a los fieles a comprender y sentir más profundamente el culto católico, y que, adoptada con carácter amplio y general, contribuiría a atraer a muchos al conocimiento y cumplimiento de sus deberes religiosos.
Un método práctico de lograr esta finalidad le pareció sería que en cada diócesis un profesor competente de música sagrada, con aprobación del Obispo, permaneciera algún tiempo en cada parroquia formando núcleos de cantores seleccionados entre miembros de la misma, que, a su vez, fueran arrastrando a otros, volviendo a girar visitas de cuando en cuando para perfeccionar lo ya iniciado y fomentar nuevos adelantos. Cuando le eran presentadas composiciones para su aceptación, examinaba cuidadosamente la partitura, y más de una vez le oí entonar la melodía, leyéndola con absoluta facilidad a primera vista, mientras marcaba el compás con la mano y me exponía seguidamente su opinión sobre los méritos y el estilo de la música.Las innumerables personas que le oyeron cantar Misa en San Pedro o entonar la bendición solemne en la Capilla Sixtina recordarán, sin duda, su voz suave y melodiosa.
Una de sus aspiraciones más fervientes era promover, siempre que fuera posible, el canto de los fieles en las iglesias, ya que lo consideraba altamente instructivo para gentes de toda clase y un poderoso medio de despertar el interés por las bellezas de nuestra sagrada liturgia, especialmente en relación con el santo sacrificio de la Misa. Gustaba de comentar a este respecto los notables resultados obtenidos en parroquias donde los fieles habían aprendido a cantar correctamente las distintas partes de la Misa en canto llano, así como los salmos e himnos en las vísperas de los domingos.
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