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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

19 de noviembre de 2008

El Papa San Pío X: Memorias (12)


por S.E.R. Cardenal Rafael Merry del Val




Capítulo XI


Su Caridad


Hacia finales de año, no más tarde, que yo recuerde, de la fiesta de la Epifanía, el Santo Padre gustaba de revisar sus cuentas particulares, que me mostraba en estas ocasiones con evidente placer- "Presentiamo i! hilando al segretario di Stato per il controllo" (Presentemos el balance al secretario de Estado para su comprobación), solía decir con una sonrisa de satisfacción. Llevaba un libro del tamaño de un cuaderno grueso, don­de en una y otra página anotaba día por día toda cantidad recibida, grande o pequeña y toda suma gastada.

Las limos­nas para Misas que le llegaban de todas partes del mundo recibían entrada aparte en un cuaderno especial, y llevaba este registro con particular cuidado. "No quiero ir al Purgato­rio por descuidar la cuestión de las Misas", era una de sus observaciones habituales a este respecto. Pero todas las partidas restantes eran anotadas en el primer libro ya ndicado, y, al terminar el año, restaba escrupulosa­mente del total de donativos los fondos destinados a atencio­nes especiales. Nada era capaz de inducirle a diferir la distri­bución o modificar la consignación de donativos de carácter específico, y censuraba severamente la costumbre, muy ex­tendida entre los administradores, de emplear cantidades recibidas para un fin determinado en hacer frente a otras nece­sidades urgentes o en prestar una ayuda transitoria a empre­sas distintas de las indicadas por los donantes, bajo el pretex­to de que el importe retirado provisionalmente habría de ser repuesto más tarde sin perjudicar a los interesados.

Recuerdo cómo después del horrible terremoto de Messina y Reggio Calabria, cuando a manos del Santo Padre habían llegado grandes sumas para la reconstrucción de iglesias y escuelas, así como para aliviar a las desgraciadas víctimas de la tremenda catástrofe, no pocas personas piadosas le insta­ron a que destinara parte de los fondos de Messina para otras obras de celo, más o menos relacionadas con Sicilia o Calabria. El Papa, invariablemente, denegaba estas peticiones. "Ni un céntimo —decía— de lo que los fieles me han entregado para las víctimas de los terremotos será invertido en otra obra, por digna que sea de interés. Han confiado en mí, y yo soy res­ponsable ante ellos."

Estos fondos, que alcanzaban la cifra de seis millones de francos, fueron administrados y distribuidos por él mismo en persona. El balance anejo a la cuenta general, publicada en la prensa, de todo lo invertido en Calabria, fue obra suya per­sonal, y dejó atónito al jefe de Contabilidad del Vaticano por la rapidez y exactitud con que revisó listas interminables de cifras, verificando los cálculos necesarios para separar las dis­tintas sumas destinadas a finalidades diversas. Terminado su informe económico, recuerdo que pronunció las siguientes palabras: "Estoy pensando si quizá no será éste el último ba­lance que hagamos abarcando tantos millones generosamen­te donados por el mundo entero para alivio de las provincias atacadas." Desgraciadamente no se equivocó.

Pío X no se detuvo jamás a considerar lo invertido en cari­dades, y daba incesantemente; su impulso era el de otorgar siempre cuanto poseía. Pero para sí mismo obraba de modo totalmente opuesto y exigía la economía más estricta. El día de su elevación al Pontificado o la mañana siguiente, un jo­yero se había apresurado a brindarle una valiosa cruz pectoral con su cadena, con la esperanza de que fuera adquirida por Su Santidad. El Santo Padre la usó varios días, simplemente por el he­cho de que la vio entre sus nuevos ornamentos y vestiduras, que suponía tendría que adoptar en adelante, y en la idea de que la magnífica cruz y cadena pertenecían al tesoro papal. Tres semanas más tarde fue presentada al cobro una factura por valor de más de tres mil francos. "¡Ah, no! —exclamó inmediatamente Pío X, moviendo lentamente la cabeza—. ¿No pensaréis, supongo, que estoy dispuesto a invertir todo ese dinero en una cruz para mí? Aquí la tenéis; dad las gracias a ese hombre y devolvédsela en seguida. Con seguridad que habrá cruces de sobra que pertenecieran al Papa anterior, y, en todo caso, estaré muy satisfecho con la que yo traje de Venecia." Ai decir esto, se quitó la cruz que llevaba puesta para que fuera devuelva al joyero. Aun para cosas que atañían a su conveniencia personal, e incluso cuando su salud se hallaba interesada, tropezábamos con una gran dificultad para que nos autorizara a hacer algún gasto. Su consejero médico, el doctor Marchiafava, insistía constantemente en la necesidad de que saliera a menudo a respirar aire puro; nunca cesaba de lamentarse de no dispo­ner el palacio de otro acceso a los jardines del Vaticano que a través de las interminables y frías galerías que rodeaban el Belvedere y la biblioteca, por las que el Santo Padre se vería obligado a pasar, tanto al salir como al entrar, por lo general, en medio del polvo nevitablemente levantado por la multi­tud de curiosos que se agolpaba para verle. La necesidad de un paso especial a los jardines había sido siempre sentida por su predecesor, León XIII, aunque para éste el inconveniente era menor, ya que acostumbraba utili­zar una si la de manos. Pero Pío X se oponía tenazmente a ser transportado en esta forma, entre otras razones, porque el movimiento le producía un poco de mareo. Tras detenida reflexión y laborioso estudio, nuestro arqui­tecto resolvió al fin el problema, formulando una propuesta para abrir un túnel que pusiera en comunicación el Cortile del Belvedere con los jardines. De este modo, el Papa podría dirigirse fácilmente a éstos directamente desde su ascensor privado o desde la gran escalinata del palacio.

Ninguno de mis argumentos, sin embargo, logró persuadir a Su Santidad para que autorizase este gasto, que, a su juicio, redundaría únicamente en su comodidad personal Conseguí, por último, su consentimiento, asegurándole que el túnel sería construido con fondos que yo me comprometía a reunir, solicitándolos de personas amigas, las cuales sabía positivamente que contribuirían con gusto y hasta con orgu­llo a esta mejora del Vaticano, en especial si les hacía ver el servicio que con ello rendían a Pío X y a sus sucesores. Así se hizo.

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