por el Dr. Antonio de Oliveira Salazar
CAPITULO IV
Principios fundamentales de la Revolución política
Es éste uno de los discursos más trascendentales, en que el Dr Oliveira Salazar demostró poseer condiciones excepcionales no ya sólo de Ministro de Hacienda sino de conductor y jefe del Estado Nuevo Portugués. En este discurso pueden hallarse las líneas directivas de la futura Constitución. Fue pronunciado en la Sala del Consejo de Estado el día 30 de Julio de 1930, ante los representantes de todos los distritos y municipios del País.
I. La crisis política general
La evolución económica y social, las revoluciones, los sistemas doctrinales, las imperfecciones, abusos y vicios del parlamentarismo, el influjo desastroso de la Gran Guerra, ejercido en todos los dominios del pensamiento y de la acción, provocaron en todas partes, y en Europa especialmente, graves situaciones en la constitución de los Estados y en la vida de las naciones. Atacados en su organización, en sus principios y tradiciones, por las ideas, las pasiones y los intereses antisociales o antinacionales, los Estados europeos ofrecen en su vida interna y en sus relaciones internacionales, aspectos inquietantes de perturbación e inestabilidad. Diríase que las sociedades, sacudidas en sus cimientos históricos, corren peligro de perder su estructura poderosa y su propia naturaleza ancestral; por lo menos se evidencia que la máquina política, que funcionó como pudo durante todo el siglo XIX y la primera parte del actual, no se adapta sin profundas transformaciones, al ritmo de la vida moderna de los Estados.
Bajo el imperio de las dificultades, diéronse acciones y reacciones mutuas, que hicieron surgir tendencias opuestas en las corrientes políticas y sociales, y por lo tanto, de un modo inevitable, en las propias formas de la gobernación pública.Obsérvanse, de un lado, los desórdenes cada vez más graves del individualismo, del socialismo y del parlamentarismo, envenenados por las tendencias internacionalistas, y frente a unos y otros, cada vez más acentuada la pasividad de los Estados y la impotencia de los poderes públicos en el juego de las funciones constitucionales. De otro lado, el propio instinto de conservación despierta esfuerzos que se orientan hacia el nacionalismo y el antiindividualismo, pero que van arrastrados, por la pendiente natural de las ideas y de los acontecimientos, hacia extremismos doctrinales, y hacia dictaduras claras o disfrazadas, que, aparte su legitimación por las necesidades del momento, representan también una anormalidad.
La razón observadora y desapasionada busca, en medio de tanta confusión, cual es el camino a seguir, y presiente que la salvación estaría en preparar modalidades de vida pública — digamos constituciones, — en virtud de las cuales puedan coexistir en paz y tranquilidad todos los elementos políticos y sociales, y sean llamadas a una actuación pacífica las diversas manifestaciones de vida colectiva que hace surgir nuestro tiempo, sin que por éso dismimuya la fuerza del Estado o su poder de coordinación y de mando, ni la capacidad administrativa necesaria para el progreso de las naciones. El deseo de encontrar las fórmulas de un nuevo equilibrio y de trazar las rutas del porvenir, domina en el espíritu de los hombres de gobierno en todos los Estados, sea cual fuere el régimen legal o efectivo en que vivan.
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