por Miguel Angel Loma
Tomado de Vistazo a la prensa
El 2 de noviembre de 2008 se cumplen cinco años de la muerte del abogado, periodista y escritor, Fernando Vizcaíno Casas. Si no conociéramos cómo nos las gastamos en nuestra querida patria, resultaría difícil explicar el interesado olvido que, en tan poco tiempo, ha cubierto la memoria de un hombre cuya obra escrita constituye un referente ineludible para comprender nuestra situación actual, de dónde veníamos y hacia dónde vamos, si es que nadie lo remedia.
Ya en vida no le perdonaban el éxito millonario de sus obras, ni que provocara largas colas de lectores solicitando su firma allí por donde apareciese a presentar sus libros, ni que se mofara de toda esa «aguerrida» fauna política y farandulera que se acostó más franquista que Franco y se despertó con impecable traje de «demócrata de toda la vida». Y menos aún le perdonaban que sus burlas las hiciera sin necesidad de caer en el insulto ni perder la sonrisa; con absoluto respeto a la Constitución y desde la valiente lealtad a personas e ideas cuya sola mención ya casi resulta perseguible de oficio en esta España que, en efecto, no la conoce ni la madre que la parió. (Y lo que ya les remataba a muchos, es que además Fernando fuera un gran abogado ¡laboralista!).
Pero pese a esta institucionalizada amnesia sobre su recuerdo, no creo equivocarme demasiado si afirmo que somos muchísimos españoles los que seguimos teniéndole presente, y que basta con abrir el periódico o ver el telediario de un día cualquiera, para que se nos despierte el pensamiento de que, si Fernando hubiese seguido con la pluma cargada hoy, no sabría por dónde empezar. Y hasta hubiera albergado la esperanza, no infundada, de ganarle un pleito al mismísimo Gobierno ZP reivindicando derechos de autor; porque todo lo que está ocurriendo actualmente estaba ya vaticinado en sus obras. La España de Zapatero es, toda entera, una novela viva de Vizcaíno Casas, la última que ni siquiera tuvo necesidad de escribir.
Si este país disfrutara de mejor sangre y fuese cierto que la «pluralidad» (de la que tan machaconamente alardean esos mismos que no admiten voces discrepantes) es un principio constitucional vigente, Fernando Vizcaíno Casas seguiría gozando del reconocimiento que se merece; no sólo por haber retratado desde la mordacidad el último medio siglo de nuestra historia, sino por haber sido el profeta más exacto de nuestro tiempo.
El cerco de silencio que «la crema de la intelectualidá» progresista, que es la única que reparte el bacalao de la legitimidad democrática, ha tejido en torno a su persona y obra es una muestra incontestable del sectarismo que caracteriza a quienes nos dirigen, adoctrinan y pastorean.
Y es que Nietzsche tenía mucha razón cuando escribió aquello de que «No es la cólera, sino la risa la que mata». En este sentido, y con el permiso de Garzón (que parece empeñado en convertir la fecha del 2 de noviembre en la nueva fiesta nacional), Fernando «mataba» muy bien a tantos «vivos» y reyezuelos que se pasean en pelota delante de nuestras narices, intentándonos convencer de que quienes no sepamos apreciar la exquisita textura democrática de sus ropajes, somos unos fascistas irredentos, enemigos del pueblo, de la libertad y hasta de la madre que parió a Bambi.
Ya en vida no le perdonaban el éxito millonario de sus obras, ni que provocara largas colas de lectores solicitando su firma allí por donde apareciese a presentar sus libros, ni que se mofara de toda esa «aguerrida» fauna política y farandulera que se acostó más franquista que Franco y se despertó con impecable traje de «demócrata de toda la vida». Y menos aún le perdonaban que sus burlas las hiciera sin necesidad de caer en el insulto ni perder la sonrisa; con absoluto respeto a la Constitución y desde la valiente lealtad a personas e ideas cuya sola mención ya casi resulta perseguible de oficio en esta España que, en efecto, no la conoce ni la madre que la parió. (Y lo que ya les remataba a muchos, es que además Fernando fuera un gran abogado ¡laboralista!).
Pero pese a esta institucionalizada amnesia sobre su recuerdo, no creo equivocarme demasiado si afirmo que somos muchísimos españoles los que seguimos teniéndole presente, y que basta con abrir el periódico o ver el telediario de un día cualquiera, para que se nos despierte el pensamiento de que, si Fernando hubiese seguido con la pluma cargada hoy, no sabría por dónde empezar. Y hasta hubiera albergado la esperanza, no infundada, de ganarle un pleito al mismísimo Gobierno ZP reivindicando derechos de autor; porque todo lo que está ocurriendo actualmente estaba ya vaticinado en sus obras. La España de Zapatero es, toda entera, una novela viva de Vizcaíno Casas, la última que ni siquiera tuvo necesidad de escribir.
Si este país disfrutara de mejor sangre y fuese cierto que la «pluralidad» (de la que tan machaconamente alardean esos mismos que no admiten voces discrepantes) es un principio constitucional vigente, Fernando Vizcaíno Casas seguiría gozando del reconocimiento que se merece; no sólo por haber retratado desde la mordacidad el último medio siglo de nuestra historia, sino por haber sido el profeta más exacto de nuestro tiempo.
El cerco de silencio que «la crema de la intelectualidá» progresista, que es la única que reparte el bacalao de la legitimidad democrática, ha tejido en torno a su persona y obra es una muestra incontestable del sectarismo que caracteriza a quienes nos dirigen, adoctrinan y pastorean.
Y es que Nietzsche tenía mucha razón cuando escribió aquello de que «No es la cólera, sino la risa la que mata». En este sentido, y con el permiso de Garzón (que parece empeñado en convertir la fecha del 2 de noviembre en la nueva fiesta nacional), Fernando «mataba» muy bien a tantos «vivos» y reyezuelos que se pasean en pelota delante de nuestras narices, intentándonos convencer de que quienes no sepamos apreciar la exquisita textura democrática de sus ropajes, somos unos fascistas irredentos, enemigos del pueblo, de la libertad y hasta de la madre que parió a Bambi.
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