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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

23 de diciembre de 2008

El pequeño mundo de Don Camilo (5)


por Giovanni Guareschi


Capítulo 5


Escuela nocturna


A escuadra de los hombres embozados tomó cautelosamente el camino del campo. Reinaba profunda oscuridad, pero todos conocían aquel paraje, terrón por terrón, y marchaban seguros. Llegaron por la parte de atrás a una casita aislada, distante media milla del pueblo, y saltaron por sobre el cercado del huerto.

A través de las celosías de una ventana del primer piso filtraba un poco de luz.

–Llegamos bien. – susurró Peppone, que tenía el comando de la pequeña expedición – Está todavía levantada. Hemos tenido suerte. Llama tú, Expedito.

Un hombre alto y huesudo, de aspecto decidido, avanzó y dio un par de golpes en la puerta.

–¿Quién es? – preguntó una voz de adentro.

–Scarrazzini – contestó el hombre.

A poco la puerta se abrió y apareció una viejecita de cabellos blancos como la nieve, que traía un candil en la mano. Los otros salieron de la sombra y se acercaron a la puerta.

–¿Quién es esa gente? – preguntó la anciana, recelosa.

–Están conmigo. – explicó Expedito – Son amigos: queremos hablar con usted de cosas muy importantes.

Entraron los diez en una salita limpia y permanecieron mudos, cejijuntos y envueltos en sus capas delante de la mesita a la cual la vieja fue a sentarse. La anciana se enhorquetó los anteojos y miró las caras que asomaban de las capas negras.

–¡Hum! –murmuró. Conocía de memoria y del principio hasta el fin a todos esos tipos. Ella tenía ochenta y seis años y había empezado a enseñar el abecé en el pueblo cuando todavía el abecedario era un lujo de gran ciudad. Había enseñado a los padres, a los hijos y a los hijos de los hijos. Y había dado baquetazos en las cabezas más importantes del pueblo. Hacía tiempo que se había retirado de la enseñanza y que vivía sola en aquella casita remota, pero hubiera podido dejar abiertas las puertas de par en par, sin temor, porque "la señora Cristina" era un monumento nacional y nadie se hubiera atrevido a tocarle un dedo.

–¿Qué sucede? – preguntó la señora Cristina.

–Ha ocurrido un suceso. – explicó Expedito – Ha habido elecciones comunales y han triunfado los rojos.

–Mala gente los rojos. –comentó la señora Cristina.

–Los rojos que han triunfado somos nosotros. – continuó Expedito.

–¡Mala gente lo mismo! – insistió la señora Cristina – En 1901 el cretino de tu padre quería hacerme sacar el Crucifijo de la escuela.

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