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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

26 de diciembre de 2008

Ortodoxia (1)


por Gilbert K. Chesterton





Prefacio



ste libro está pensado para ser el compañero de Herejes y para agregarle el lado positivo al negativo. Muchos críticos se quejaron del libro que llamé Herejes porque meramente criticaba las filosofías actuales sin ofrecer ninguna filosofía alternativa. Este libro es un intento de responder a ése desafío. Es inevitablemente afirmativo y, por lo tanto, inevitablemente autobiográfico. El autor se ha visto frente a una dificultad de cierta forma similar a la que se le presentó a Newman al escribir su Apología : se ha visto forzado a ser egocéntrico a fin de ser sincero. Mientras todo lo demás puede ser diferente, el motivo en ambos casos es el mismo. El propósito de este autor es intentar una explicación, no de si la Fe Cristiana puede ser creída, sino de cómo él, personalmente, ha llegado a creer en ella.

El libro, por lo tanto, está construido sobre el principio positivo de un acertijo y su solución. Trata, primero, sobre las especulaciones solitarias y sinceras del propio autor y luego con toda la maravillosa forma en que resultaron repentinamente satisfechas por la teología Cristiana. El autor considera que el hecho equivale a un credo convincente. Pero, si no es así, resulta al menos una coincidencia reiterada y sorprendente.

Gilbert K. Chesterton


I. Introducción en defensa de todo el resto

La única justificación posible para este libro, consiste en que es la respuesta a un desafío. Hasta un mal tirador se honra cuando acepta un duelo. Cuando hace algún tiempo publiqué una serie de apresurados pero sinceros ensayos bajo el título de "Herjes", algunos críticos por cuyas inteligencias siento un caluroso respeto (puedo mencionar especialmente al señor G. S. Street), dijeron que estaba muy bien de mi parte sugerir que todos debían demostrar su teoría cósmica, pero que yo había evitado cuidadosamente consolidar mis consejos con el ejemplo. “Voy a comenzar a preocuparme por mi filosofía”, dijo el señor Street, “cuando el señor Chesterton nos haya expuesto la suya”. Tal vez fue imprudente sugerirle algo así a una persona demasiado dispuesta a escribir libros ante la más leve provocación. Con todo, si bien el señor Street ha inspirado y creado este libro, al fin y al cabo no tiene por qué leerlo. Si lo hace, hallará que en sus páginas, de un modo genérico y personal – y más por medio de un conjunto de imágenes mentales que por series de deducciones – he intentado formular la filosofía en la que he llegado a creer. No voy a llamarla "mi filosofía", porque yo no la hice. Dios y la Humanidad la hicieron; y ella me hizo a mí.

Muchas veces sentí el capricho de escribir una novela sobre un navegante inglés que, embarcado en su yate, calculó levemente mal su ruta y llegó a Inglaterra convencido de haber descubierto una nueva isla en los mares del Sur. No obstante, siempre encuentro que soy demasiado perezoso o estoy demasiado ocupado para escribir esta excelsa obra, por lo que bien puedo ahora revelarla con fines de ilustración filosófica. Probablemente existirá la impresión general de que el hombre se sintió más bien tonto cuando llegó a tierra (armado hasta los dientes y hablando por señas) para plantar la bandera inglesa sobre aquél templo bárbaro que después resultó ser el Pabellón de Brighton. No me preocupa aquí negar que pareció tonto. Pero si ustedes se imaginan que se sintió tonto, o por lo menos que la sensación de tontera fue su única o dominante emoción, eso significa que no han estudiado con suficiente delicadeza la rica sustancia romántica del héroe de este cuento. Su error fue en verdad un error muy envidiable. Y él lo sabía, si era el hombre que yo imagino.

¿Qué podría ser más agradable que sentir, simultáneamente y en pocos minutos, todas las fascinantes angustias del partir combinadas con toda la seguridad humana de volver a casa otra vez? ¿Qué mejor que gozar del encanto de descubrir África sin tener la fastidiosa necesidad de trasladarse a ese continente? ¿Qué podría ser más glorioso que congratularse por descubrir Nueva Gales del Sur y comprender después, en medio de un torrente de lágrimas de alegría, que en realidad no se trataba más que de la vieja Gales del Sur?

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