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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

2 de mayo de 2009

2 de Mayo, Festividad de San Atanasio, Obispo, Confesor y Doctor







os santos vienen a perpetuar y a reproducir, hasta cierto punto, la santidad de Cristo, que se actualiza en un espacio y tiempo determinados. Algunos de ellos, los patriarcas fundadores de los grandes institutos religiosos, abren un camino, una modalidad ascética o fórmula accidental nueva para que los diversos temperamentos humanos tengan dónde localizar libremente su vocación al servicio divino. Aunque la santidad tenga siempre una proyección histórica y un gran peso social, hay también santos a los que Dios asigna una misión histórica ante una gran necesidad social o ante una crisis singularmente difícil. Tal es, sin duda, el caso de Atanasio de Alejandría; prototipo de la fortaleza cristiana, su vida sintetiza la lucha heroica mantenida por la ortodoxia frente a la vigorosa reacción doctrinal del paganismo antiguo asumida por la herejía de Arrio; fortaleza inflexible y dinámica ante el error, suscitada por el Señor para librar a su Iglesia de un trance peligroso. Durante los sesenta años que median desde la paz de Constantino hasta que Teodosio establece el cristianismo católico como religión del Imperio, el atleta alejandrino es el más visible protagonista de la historia de la Iglesia.
El Edicto de Milán vino a reconocer que el cristianismo era la base ética y moral de un mundo nuevo que nacía en las entrañas mismas del Imperio romano, llenando el vacío moral de esta gran Institución, tan rica de cultura humana y de esplendor material, pero no liquidaba las doctrinas ni las costumbres paganas, que continuaban adheridas tanto al sentido de las multitudes como a la convicción de los filósofos y a las necesidades de la administración pública. Constantino, a pesar de su fe cristiana, mantiene el título de pontífice supremo y continúa siendo, como todos los emperadores, jefe de los colegios sacerdotales, a fin de salvar las apariencias y la realidad sociológica del sentimiento popular; los administradores de las provincias fiscalizan y dirigen el culto a los ídolos y a los dioses; el clima popular en la ciudad y en las aldeas es pagano y el sentimiento religioso polarizará durante dos tercios de siglo en las formas tradicionales de la idolatría: la adivinación, las artes mágicas y las más extrañas supersticiones.
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