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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

9 de marzo de 2009

9 de marzo, Festividad de Santa Francisca Romana, Viuda


Hno.A.Monasterio

INTRODUCCIÓN

resentamos la vida de una santa que fue oblata de S. Benito y su vida estuvo tan ligada a la ciudad de Roma que es conocida como Santa Francisca Romana. Nació a fines del siglo XIV; su vida transcurre prácticamente durante el Cisma de Occidente: es un período difícil de la historia de la Iglesia. De ahí que antes de hablar de su vida, es necesario referirse a las circunstancias históricas que le tocó vivir.

II. LA SITUACIÓN HISTÓRICA

1. EL GRAN CISMA DE OCCIDENTE

En el siglo XIV, durante casi setenta años, el Papado había residido en Aviñón, pues desde Clemente V (1305-1314) que, temiendo por la independencia del gobierno eclesiástico en aquella Italia tan desgarrada por las luchas partidarias y cediendo a la presión del monarca francés, permaneció en Francia sin llegar a pisar el suelo de la Ciudad Eterna, Roma. Su sucesor Juan XXII, elegido en 1316 residió permanentemente en Aviñón. Siete pontífices, todos originarios de la Francia actual, se habían sucedido en Aviñón. Como vemos lo esencial de esta época de la Historia de la Iglesia, consiste en el durable apartamiento de la residencia tradicional de la Sede Apostólica, y del suelo italiano en general, lo que puso a los Papas en una peligrosa dependencia de los reyes de Francia y amenazó gravemente su posición ecuménica. Esto trajo graves consecuencias. Pues el establecimiento en Aviñón, el nombramiento de cardenales en su mayoría franceses y la elección de siete Papas franceses uno tras otro, despertó la suspicacia de las demás naciones, y se formó la opinión de que la suprema dignidad de la Iglesia se había convertido en un instrumento dócil al servicio de la política francesa; menoscabó de una manera muy considerable la respetabilidad del Pontificado; debilitó la confianza general en el Jefe común de la cristiandad y despertó en los otros pueblos un sentimiento de oposición de carácter nacional contra el gobierno afrancesado de la Iglesia. Algunos Papas se preocuparon para que la situación cambiara. Por ejemplo Urbano V trató de volver a Roma, pero lo hizo fugazmente, regresando a Aviñón. Su sucesor Gregorio XI, puso todos los medios para restituir a Roma su papel tradicional de residencia papal, dando con esto una notable prueba de energía, sobre todo tan poco tiempo después del fracaso de su predecesor. Gregorio XI tenía sólo cuarenta y siete años cuando trasladó la corte de Aviñón a Roma poniendo fin a su largo exilio, pero moría catorce meses después. La tumultuosa elección de Urbano VI y el carácter violento y caprichoso del nuevo Papa, contribuyeron a que trece cardenales declararan nula la elección y designaran un nuevo pontífice: Clemente VII.

El mundo cristiano se dividió. Alemania, Italia, Hungría, Inglaterra y Escandinavia reconocieron a Urbano VI, instalado en Roma. Clemente VII, con su sede en Aviñón, contaba con la adhesión de Francia, Castilla y Escocia. La muerte de Urbano VI no puso fin al cisma, pues sus cardenales se apresuraron a elegir su sucesor, Bonifacio IX, que intentó restablecer la unidad ayudado por Gerson y la Universidad de París.

La muerte de Clemente VII no servirá más que para que los cardenales de Aviñón eligieran a Benedicto XII, quien obstinadamente se negará a ceder hasta el fin de sus días. Cuando muere Bonifacio IX los cardenales romanos se apresuraron a elegir un sucesor, Inocencio VII, y dos años más tarde, Gregorio XII. El Concilio de Pisa de 1409 decretó la deposición de los dos papas y veinticuatro cardenales eligen a Alejandro V, cuyo sucesor, Juan XXIII impuso la reunión de un nuevo concilio en Constanza, donde el propio Juan XXIII fue depuesto. La unidad fue restablecida merced a la elección de Martín V. Todo este período representa uno de los tiempos más difíciles de la vida eclesial, provocando un grave desconcierto en las conciencias.

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