por Juan Manuel de Prada
Tomado de ABC
NO de los signos más palmarios de la corrupción de la democracia es la subversión de las humanas jerarquías. ¿Quiénes están capacitados para gobernar? El Buey Mudo lo expresaba con la lucidez sintética que lo caracteriza: «Qui in virtute intelectiva excedunt». O sea, quienes descuellan por la virtud de la inteligencia; pero hoy este orden jerárquico se ha subvertido, y nos gobiernan los malvados y los tontos. Cuando los malvados y los tontos alcanzan el poder democráticamente, puede decirse sin atisbo de duda que la sociedad ha alcanzado el grado máximo de corrupción; pues si encumbrar lo que es de naturaleza inferior es siempre una monstruosidad, cuando dicho encumbramiento se hace en nombre de la «voluntad popular» debemos entender que la monstruosidad se ha enquistado en la propia organización humana. No hace falta, sin embargo, leer al Buey Mudo para llegar a esta conclusión; basta escuchar las barbaridades de esa miembra del Gobierno llamado Bibiana Aído.
Bibiana Aído ha justificado que las mujeres de dieciséis años puedan abortar sin consentimiento paterno, puesto que también pueden casarse y tener hijos. La pobrecita confunde, como señalaba el otro día el maestro Martín Ferrand, un silogismo con un sofisma; pero un pueblo que refrenda con su voto la subversión de las humanas jerarquías merece que le tomen el pelo, colándole sofismas como si fueran silogismos. El derecho ha establecido desde tiempos inmemoriales una edad mínima para que las personas puedan obligarse jurídicamente; edad que en la mayoría de los ordenamientos jurídicos vigentes oscila entre los dieciocho y los veintiún años. Pero el derecho sabe que la naturaleza es una fuerza motriz contra la que ni siquiera las leyes pueden alzarse; por eso, ante una expresión tan vigorosa -tan constitutiva- de la naturaleza humana como es el deseo de fundar una familia, las leyes declinan su imperio y aceptan que los menores puedan contraer matrimonio y procrear. El genio jurídico admite así que la naturaleza puede crear derecho; o que existen unos mandatos prejurídicos, fundados en la propia naturaleza humana, que las leyes deben respetar, exceptuándolos de sus mandatos jurídicos. Entonces llega Bibiana Aído y se saca de la manga el sofisma: puesto que la ley no impide a mujeres menores de edad casarse y tener hijos tampoco puede impedirlas que aborten. Y así una excepción legal fundada en la naturaleza se convierte en una excepción fundada en la abolición de la naturaleza; pues nada hay tan contrario a la naturaleza como que una madre «decida» aniquilar la vida que se gesta en su vientre.
Tal conversión del sofisma en silogismo sucede cuando se subvierten las humanas jerarquías. Así se puede establecer que una menor tiene capacidad decisoria para abortar; y también se puede emplear un criterio arbitrario de plazos para despenalizar el aborto. Hace cincuenta años, un feto era viable cuando había completado siete meses de gestación; hoy lo es cuando ha completado tan sólo veintidós semanas; dentro de cincuenta años, tal vez lo sea cuando apenas haya sido concebido. Cualquier criterio despenalizador del aborto que se funde en la viabilidad del feto es un sofisma; pues equivale a subordinar el derecho a la vida a los avances o retrocesos científicos. Pero tales aberraciones jurídicas sólo son concebibles cuando se ha instaurado el imperio del sofisma, que es lo que ocurre cuando el gobierno no se entrega a «qui in virtute intelectiva excedunt». Que una persona tan huérfana de «virtud intelectiva» como Aído haya alcanzado la dignidad de ministra nos confirma que cada pueblo tiene los gobernantes que se merece; y puesto que encumbrar lo que es de naturaleza inferior es siempre una monstruosidad, es natural que nos gobiernan monstruas.
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