por el Pbro. Dr. Gustavo Podestá
S. TH. D.
Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.
Tomado de Catecismo
1. Presupuestos teológicos
1.1. En la mitología griega Prometeo ha pasado a ser el símbolo más cabal de la rebelión de las creaturas contra los dioses. Sin aceptar su condición subordinada, pretende elevarse al ámbito de lo divino robando para los hombres el fuego de los dioses. Y, cuando castigado por Zeus, encadenado con cables de acero en un peñón del Cáucaso, su hígado perpetuamente regenerado es devorado cotidianamente por un águila, hija de Equidna y de Tifón, ante la oferta de perdón que le envía el Padre de los dioses por intermedio de Hermes, responde -con palabras inmortalizadas por Esquilo- esa frase demoníaca que ha quedado como ejemplo cimero de a lo que puede llegar la soberbia y el orgullo frente a Dios: "Jamás, Hermes, puedes estar bien cierto, cambiaré yo mi suerte miserable por tu servidumbre: prefiero estar clavado a esta roca en el suplicio que ser criado y siervo del padre Zeus".
1.2. Y el mito prometeico no es sino el eco del relato pleno de simbolismos del tercer capítulo del Génesis, en donde la tentación de la serpiente consiste precisamente en inducir al hombre a la soberbia, a la autodivinización: "seréis como dioses" -les dice- "vosotros mismos determinaréis cuál es el bien y cuál es el mal", "seréis autónomos", "no habréis de obedecer a nadie".
Y algo semejante nos muestra el legendario relato de la torre de Babel, con el prometeico intento del hombre de alcanzar el cielo con sus propios medios, con sus propias fuerzas.
El hombre que se niega a aceptar su condición de creatura y pretende erguirse y erigirse como Dios. Ese es el fondo de todo pecado en cuanto verdadero pecado: insubordinación, autonomía, autarquía, apoyo en las propias fuerzas, en la pura luz de la razón, en la propia capacidad de discernimiento; negación de nuestra humilde condición de seres dependientes, creados, sostenidos en una existencia que no sale de nuestra propia esencia, necesitados, "mendigos del ser y de la existencia", como decía San Buenaventura.
1.3. Porque el hombre es creatura. Su naturaleza le viene dada, no la conquista ni la crea, sino que la recibe. No se sustenta en el ser por sí solo, sino que pende sobre la nada mantenido en la existencia por el constante influjo creador de Dios. Su ser es intrínseca y esencialmente dependencia, porque es constantemente ser recibido, que le viene de otro. Solamente el ser de Dios es propio, independiente, autónomo. Nosotros, que somos pudiendo no haber sido, nos afirmamos en la existencia recibiendo, abriéndonos a la omnipotencia creadora de Dios. Cerrarnos en nosotros mismos, negarnos orgullosamente a depender, a recibir, es intentar poner pie en la nada que es lo único propio que tenemos. Por eso, cuando el hombre se autoproclama divino en el pecado cerrando su ser al influjo creante de Dios, sin necesidad de un castigo que le venga de fuera, planta por sí mismo en lo más hondo de su existir creado semillas de ruina, gérmenes de fracaso y de nada. De allí las consecuencias del pecado -de todo pecado- que pinta con pluma magistral el relato del Génesis y que también refleja el mito griego cuando narra que, en castigo por el pecado de Prometeo, Zeus envía a la humanidad a la mujer, Pandora, con su famosa caja llena de calamidades.
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