por Gilbert K. Chesterton
XVI
De McCabe y una divina frivolidad
Un crítico me regañó en una ocasión diciéndome, con aire de razonable indignación: «Si ha de bromear, al menos no lo haga sobre asuntos tan serios». Yo, con natural simplicidad y asombro, le respondí: «¿Y de qué otros asuntos, si no de los serios, se puede bromear?».
Resulta bastante inútil hablar de payasadas profanas, pues todas las payasadas lo son por definición, en el sentido de que han de suponer la comprensión súbita de que algo, que se cree a sí mismo solemne, en el fondo no lo es tanto. Si un chiste no se ríe de la religión, o de la moral, es un chiste sobre policías, profesores de ciencias o estudiantes universitarios disfrazados de reina Victoria. Y la gente bromea más sobre policías que sobre el papa, pero no porque los policías supongan un tema más frívolo, sino, por el contrario, porque suponen un tema más serio. El obispo de Roma carece de jurisdicción en este reino de Inglaterra, mientras que los policías pueden hacer recaer su solemnidad sobre nosotros de un modo bastante súbito. Los hombres cuentan chistes sobre viejos profesores de ciencias, más incluso que sobre obispos, pero no porque el de la ciencia sea un tema más ligero que el de la religión, sino porque la ciencia es, por naturaleza, más solemne y austera que la religión. No soy yo; no es siquiera una clase concreta de periodistas y bufones quienes bromean sobre asuntos que son de la más terrible importancia. Es la humanidad entera. Si hay alguna cosa que, más que cualquier otra, todos, incluso aquellos con un menor conocimiento del mundo, admiten, es que los hombres siempre hablan con gran seriedad y sinceridad, con la mayor precisión posible, de cosas que no son importantes, a la vez que se refieren siempre con gran frivolidad a cosas que sí lo son. Los hombres hablan durante horas, con gestos propios de un cónclave de cardenales, de cosas como el golf, el tabaco, los chalecos, o las políticas de partido. Pero cuentan los chistes más viejos del mundo sobre las cosas más graves y terribles: el matrimonio, la horca.
Sin embargo, un caballero, el señor McCabe, me ha planteado lo que casi equivale a un intimación personal. Y como resulta ser un hombre cuya sinceridad y virtud intelectual me merecen el más alto de los respetos, no me siento inclinado a dejarlo pasar sin tratar al menos de satisfacer a mi crítico en el asunto. El señor McCabe dedica una parte considerable de su último ensayo, incluido en una colección llamada «Juicio al Cristianismo y al Racionalismo », a desarrollar una objeción, no a mi tesis, sino a mi método, tras lo que, amistosa y dignamente, me intima a modificarlo. Si me siento más que inclinado a defenderme en este asunto es meramente por el respeto que me merece el señor McCabe, y más aún por el respeto que me merece la verdad, que, en mi opinión, se encuentra en peligro por culpa de este error, no sólo en esta cuestión, sino también en otras. Para que no se cometa ninguna injusticia en el asunto, citaré al propio McCabe:
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