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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

27 de noviembre de 2008

Maravillas del Congreso



por Juan Manuel de Prada


Tomado de ABC



Si el proceso de canonización de Santa Maravillas de Jesús no hubiese concluido, el rechazo de estos congresistas del demonio a conmemorarla con una placa en el edificio donde nació habría servido al postulador de su causa como prueba de su santidad. Pues es facultad milagrosa de los santos hacer rabiar a los demonios, que como nos recuerda la Epístola de Santiago «creen y odian»; y el odio a la santidad lo expresan alejándola de sí, ya que en su proximidad sufren convulsiones y metamorfosis la mar de desagradables. Si la placa conmemorativa de Santa Maravillas se hubiese finalmente instalado, muchos congresistas habrían empezado a echar espumarajos y a mostrar las pezuñas por las bocamangas; y tampoco es plan convertir el Congreso en la cantina de aquella peli de Robert Rodríguez, «Abierto hasta el amanecer».

Las sinrazones aducidas por esos congresistas del demonio para impedir que la placa fuese instalada merecen, sin embargo, ser calificadas de pintorescas; tan pintorescas que hemos de concluir que, o bien los demonios se han vuelto memos (lo cual es harto improbable), o bien su imperio es tan hegemónico que ni siquiera han de esforzarse en aparentar razón, como los tiranos omnímodos no se esfuerzan en aparentar que sus leyes sean justas. Los congresistas del demonio han alegado que «el Parlamento es una institución de un Estado aconfesional», como si en lugar de una placa conmemorativa en honor de un personaje ilustre se fuese a erigir una capilla donde se obligara a estos congresistas a rezar el rosario. Puesto que la aconfesionalidad de un Estado, y de las instituciones que lo representan, en nada se inmuta porque se recuerde el natalicio de un personaje ilustre, hemos de pensar que estos congresistas del demonio querían decir en realidad otra cosa; pero, o bien por pereza mental no lo hicieron (el que manda omnímodamente no tiene por qué demorarse en explicaciones), o bien pensaron que esa cosa, designada desnudamente, tenía un nombre demasiado feo.

Ese nombre es odium fidei, sentimiento demoníaco que persigue a la Iglesia desde el instante mismo de su fundación y que, a lo largo de los diversos crepúsculos de la Historia, se ha manifestado bajo expresiones más o menos sañudas o sibilinas. La propia Maravillas de Jesús tuvo ocasión de probar el odium fidei en su expresión más sañuda, siendo priora del Carmelo de El Cerro de los Ángeles, donde los abuelitos de estos congresistas del demonio se entretuvieron dinamitando una imagen del Sagrado Corazón. En esta fase democrática de la Historia, el odium fidei no se muestra -¡de momento!- dinamitando imágenes del Sagrado Corazón y fusilando monjas, sino a través de una expresión más sibilina, llamada «laicismo», gato de uñas afiladas que estos congresistas del demonio pretenden hacer pasar por la liebre modosita del «Estado aconfesional».

¿Y qué es el laicismo? El gran Leonardo Castellani (de quien por fin puede leerse una antología preparada por el menda que acaba de llegar a librerías, titulada Cómo sobrevivir intelectualmente al siglo XXI) lo define así: «Laicismo consiste en la sustitución de Dios por el Estado, al cual se trasfieren los atributos divinos de Aquél, incluido el poder absoluto sobre las almas». Como en el hombre es instintivo someterse a algo superior, quien no adore a Dios habrá necesariamente de adorar a quien, según la época, se le adjudican nombres diversos: en fases pretéritas de la historia esos nombres -Mammón, Moloch, Baal- sonaban agrios, de tan evidentes; en esta fase democrática de la historia, se eligen nombres más melifluos que encubren -citamos de nuevo a Castellani- «al monstruoso ídolo hegeliano llamado Estado, Júpiter Tonante redivivo, en conjunción con el otro ídolo material y tangible, el Dinero, Plutón su hermano». Unos y otros nombres designan al mismo dios, que echa espumarajos por la boca y asoma las pezuñas por las bocamangas a poco que se le contradiga. Para distinguir a sus adoradores, basta con que se les proponga instalar en su templo una placa conmemorativa de una monja carmelita; de inmediato, veréis cómo se llenan la boca con apelaciones al «Estado aconfesional», que es la careta con la que disfrazan su odium fidei. Porque estos congresistas del demonio, como el dios al que sirven, «creen y odian».

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