por José María Pemán
Publicado en Acción Española, Tomo I Nº 2, 1 de enero de 1932, dirigida por Rodrigo de Maeztu.
Proyecciones de la literatura romántica sobre la política liberal
Vengo dedicando, hace tiempo, mi atención y mi curiosidad al estudio de cuanto debe el repertorio vulgar de las ideas políticas liberales, del que, hasta hace poco, se ha venido nutriendo el hombre medio, a la abusiva generalización de los tópicos, los desplantes y las excentricidades de la literatura individualista y romántica del siglo XIX...
Y me viene pasando como a aquel infante del viejo romance que «andando de tierra en tierra–hallose do no pensaba». Porque, hallándome voy, lector, casi en las riberas, de una gran ley general, las peripecias de cuyo hallazgo son ya, en mi espíritu, tentación y promesa de libro futuro. Me he encontrado con el hallazgo gozoso de que tirando de cualquier hilo de los que forman la vasta trama del ideario liberalesco de principio de siglo, se acaba por encontrar algún tópico romántico, del siglo anterior, al que, como cable o boya, dicho hilo está amarrado. Hemos creído durante estos últimos años en la libertad individual, en el progreso indefinido, en la irresponsabilidad de las ideas y en mil cosas más, a causa de tal o cual frase ingeniosa que dijo años antes un poeta o un novelista, con pura intención individualista de señalarse y asombrar un poco: o sea con intención, totalmente antípoda, a todo propósito político, o de dirección colectiva. Mis hallazgos son múltiples y divertidos. Siento ya en mí la tentación pedante de revestirlos de letra bastardilla –que es como la voz ahuecada y solemne de la tipografía– y compendiarlos en una ley: La mitad de la política del primer cuarto del siglo XX se ha elaborado con proyecciones de la literatura del siglo anterior.
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Resumiré, antes de entrar en el tema propio y concreto de estas líneas, algunos de los hallazgos, ya dados por mí a la publicidad en otros trabajos anteriores.
El primero es el que se puede cifrar en estas palabras: la mitad de nuestra política y de nuestra sociología ha venido viviendo de una generalización abusiva y tardía, de los trucos que el individualismo del siglo pasado inventó «pour épater les bourgeois»... La esencia de estos trucos consistía invariablemente en invertir totalmente los valores de la moral y de la vida. La novela, la comedia o la poesía se construía con un premeditado propósito de que las cosas fueran en ellas lo contrario de lo que debían ser. Era indudablemente un modo simplista y directo de asegurarse la originalidad. Con que la prostituta fuera inmaculada de alma, y el canalla sublime de fondo, y el mar amarillo y el cielo violeta, se tenía indudablemente ganado mucho para conseguir el asombro del lector. He aquí el precedente literario. No hay más que violentarlo con una elástica generalización y ya tenemos hecha una política: la política, romántica y liberal, que construye sus leyes un poco al modo de las comedias y las novelas del siglo XIX; la política que legisla sobre la base de que las pecadoras son inmaculadas y los canallas son sublimes; la política que convierte en cuerpo central de la ley lo que sólo debe ser el apéndice misericordioso para el error o la excepción. Las tres cuartas partes de la legislación liberal están inspiradas en la obsesión de asegurar sus fueros y garantías al error o al pecado. Se ve que al legislador, como al comediógrafo o al novelista, el pecador le es irresistiblemente simpático, y sin poderlo remediar, hace de él el protagonista de su ley, como el otro de su novela o su comedia.
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