por el R. P. Raimondo Sorgia, OP
6. El encuentro con la vida
¿Que sucedió hace millones de años, en el momento preciso en que la omnipotente voz del Eterno llamó de la nada al Universo? Hasta los más expertos especialistas en los grandes cálculos confiesan no saber cómo describir aquel instante. A menos que se haga novela en vez de ciencia.
Y ¿qué sucedió hace dos mil años, al final de la noche entre el sábado y el domingo de Pascua? El hecho es conocido: un crucificado, inerte y frío, muerto hace más de un día, estrechamente envuelto en una sábana, como cualquier otro cadáver de un palestino que hubiera recibido sepultura, en un momento se reanima y revive. Desde aquél preciso instante Cristo será el Resucitado. Ahora bien, ¿quien sino el mismo Hombre-Dios, que pudo morir, pero no ser sometido para siempre al poder de la muerte, quién sino El podría contarnos desde dentro el más increíble de sus milagros? ¿Quién puede hacer la crónica de lo que, bien entendido, debe llamarse la resurrección de sí mismo?
Por eso nuestras palabras parecerán el balbuceo de un niño, pues ya el misterio de una célula viva, que palpita y se reproduce, constituye un espectáculo impresionante. Podemos intentar imaginarnos lo que sucedió; pero al final, tendremos que admitir que nos hemos quedado en la superficie, mientras que la potencia divina actuó en las profundidades del Ser y dispuso según su voluntad de las más complejas e inmutables leyes de la naturaleza. Solo nos ayudan el insuficiente relato evangélico y la reflexión sobre las obras de Dios, es decir, la teología cristiana.
En primer lugar, hay que afirmar que Jesús, trágica e irreversiblemente acabado como hombre, seguía siendo el Hombre-Dios. El alma se había separado del cuerpo, ya que El, inclinando la cabeza, había gritado: «¡Padre te confío mi vida!». La suya había sido una muerte clínica en el más estricto sentido de la palabra, confirmada también con el golpe de la lanza que penetró hasta el fondo del corazón. Pero la divinidad –su ser Dios– que provenía a Cristo de la persona del Verbo, no se resintió, no podía resentirse de ningún modo por aquel drama. Durante la espera, cargada del misterio más grande de la historia humana, la persona del Verbo se mantuvo íntimamente en contacto con aquel cuerpo inanimado encerrado en la Sábana Santa, incluso siendo cuerpo y alma separados entre sí.
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