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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

26 de noviembre de 2008

Hacia la noche



por Juan Manuel de Prada


Tomado de XLsemanal





Coincidí hace unas semanas en la sala de espera de un aeropuerto con un hombre sexagenario, de mirada inquisitiva y rasgos enjutos, que no cesaba de escrutarme mientras yo leía una edición bilingüe de las Odas de Horacio. Poco a poco, aquel escrutinio se me hizo incómodo: cada vez que alzaba los ojos del papel, me tropezaba con los suyos, expectantes y casi anhelosos de interrumpir mi lectura. Hasta tal extremo llegó a desazonarme aquella situación que cerré el libro y me dispuse a dar un garbeo por la sala, afectando que necesitaba desentumecer las piernas.
No había dado dos pasos cuando el hombre se puso en pie, con prontitud de resorte, y me abordó sin ambages, en un idioma que me resultó a la vez abstruso y familiar. Farfullé que no le entendía, deseoso de quitármelo de encima, pero enseguida reconocí que me había hablado en latín. «Disculpe –añadió, hablando ahora en un inglés de resonancias metálicas–, al ver que leía a Horacio en una edición bilingüe pensé que dominaba la lengua del Lacio.»
Hablaba con cortesía y azoramiento, tratando de disipar la primera impresión invasora que había suscitado en mí; y comprendí que no deseaba otra cosa sino pegar la hebra. «Amo el latín –le dije en mi inglés de sintaxis rudimentaria–, pero no lo domino.» «Uno nunca llega a dominarlo del todo, no se crea. De hecho nunca llegamos a dominar del todo ninguna lengua, ni siquiera la propia», me consoló aquel hombre anónimo; y no pude por menos que concederle la razón, pues nadie sabe mejor que un escritor la resistencia que el idioma ofrece incluso a quienes nos devanamos en su conquista, o sobre todo a nosotros.
Mi interlocutor no quiso dejar pasar un minuto más sin presentarse: dirigía la sección de manuscritos e incunables de una prestigiosa biblioteca alemana; y toda su vida la había dedicado al cuidado de volúmenes que albergaban lenguas que el hombre occidental ha dejado de hablar, pero en las que se contiene su genealogía espiritual. Acababa de cumplir la edad que la legislación alemana establece para la jubilación; pero había solicitado una prórroga para poder seguir desempeñando su oficio durante cinco años más: «Me gusta mucho mi trabajo, ¿sabe usted? –me dijo, con ese sonrojo del adolescente que confiesa un amor recién estrenado; pero enseguida su voz adquirió tintes sombríos–. Aunque la razón primordial es otra...». Se abrió un silencio contrito, casi luctuoso; entendí que debía esforzarme por mostrar curiosidad: «¿Y cuál es esa razón?». El bibliotecario ensayó un rictus doloroso; en su mirada, tan inquisitiva, se había deslizado una suerte de neblina melancólica: «Ninguno de los bibliotecarios que trabajan a mi cargo conoce las lenguas en las que están escritos los libros que custodiamos. El día en que me jubile, esos libros se convertirán en libros mudos; o, mejor dicho, estarán hablando a hombres sordos que no los pueden escuchar».
Calló otra vez, esta vez oprimido por algo semejante a la angustia. Traté de aliviársela: «Bueno, seguro que si su biblioteca convoca una oposición, encontrará bibliotecarios que lean sin dificultad el griego o el latín...». Mi interlocutor chasqueó la lengua, contrariado: «Ahí está el drama. Ningún bibliotecario europeo estudia lenguas clásicas durante su carrera; les enseñan algunos rudimentos, para salir del paso, pero nada que les permita manejarse con manuscritos e incunables. A cambio, les atiborran la cabeza con métodos de conservación y catalogación informática que los convierten en excelentes custodios de... libros que les resultan absolutamente ininteligibles. Si mañana llegara a la biblioteca un incunable al que le faltasen las primeras hojas, simplemente no podrían catalogarlo, no podrían identificar a su autor, no sabrían ni siquiera de qué trata...». La voz del bibliotecario se iba adelgazando, hasta convertirse en un hilo de ensimismado dolor.
Recordé aquel cuento o pesadilla de Borges, La biblioteca de Babel, en el que el protagonista se pasea entre anaqueles atestados de volúmenes escritos en lenguas bárbaras. Aquella impresión de vasta zozobra metafísica que me había inspirado en su día la lectura del relato borgiano era la misma que me torturó en aquel momento. Pero la pesadilla que me había bosquejado aquel bibliotecario alemán era mucho más vívida e insoportable: aludía a una realidad pavorosa que ya habita entre nosotros, una realidad de hombres huérfanos que han soltado amarras con su genealogía espiritual y navegan a la deriva, extraviadas las cartas de navegación, hacia la noche sin estrellas. Y me supe parte de esa singladura trágica y sin retorno.

1 comentarios:

El Carlista dijo...

Querido amigo.
Qué hermoso artículo y qué trágica realidad.
Un abrazo en Xto.